domingo, 10 de febrero de 2008

Un explorador

"De hecho, no soy en absoluto un hombre de ciencia, ni un observador, ni un experimentador, ni un pensador. Soy, por temperamento, nada más que un conquistador -en otras palabras, un aventurero-, con toda la curiosidad, osadía y tenacidad características de ese tipo de persona." Sigmund Freud

Desde muy antiguo, Sigmund Freud desempeñó en mi vida un papel importante. Cuando en la Facultad los marxistas me hablaban de Marx, yo les replicaba con Freud, y a sus explicaciones en términos de 'masas' yo replicaba con mi énfasis en la 'consciencia' del individuo y en la lucha contra las convenciones sociales. Freud fue para mí un descubrimiento porque sus teorías, con aquel lenguaje racionalista de la física del siglo XIX, 'explicaban', en el plano del ser humano, esquemas aprendidos y repetidos que se habían convertido en automatismos de nuestro comportamiento.

Él convirtió el papagayo que todos llevamos dentro en un ser humano. Un ser humano falible, como los dioses del Olimpo, pero, al igual que los dioses del Olimpo, sin sentimiento de culpa.

Quizá la herencia del cristianismo que más daño ha hecho a Europa ha sido el sentimiento de culpa. Una vez inculcado, el sentimiento de culpa nunca desaparece, pero se mitiga con la obediencia, y la obediencia implica un patriarca, un territorio, una ideología: la obediencia genera sectas, mundos cerrados. El dios de Abraham, ese gran manipulador, creó a sus criaturas sabiendo que desobedecerían para, a continuación, expulsarlas del Paraíso y castigarlas con el pecado original.

Freud inauguró la cantera de los códigos da Vinci con aquel ensayo suyo magnífico sobre un recuerdo infantil del genial Leonardo. Y, con su ensayo sobre el Moisés de Miguel Angel, demostró a los dramaturgos que, construyendo el background adecuado, una imagen estática podía tener una fuerza escénica tan demoledora como la de una tragedia griega. Su obra fue un Renacimiento hacia el interior de la mente: gracias a él, los mitos de nuestra antigüedad retornaban, transformados en pasiones eternas, y fueron el germen de la destrucción de aquel mundo puritano e hipócrita en que la vieja Europa se había convertido.

Y la savia nueva de todos aquellos Sísifos, Electras, Antígonas, Edipos y Yocastas abrió las puertas al movimiento Dadá y al surrealismo.

Pero además creó un lenguaje racional para abordar el funcionamiento de la mente. Un lenguaje basado en la física de Helmholz, muy diferente de los conceptos de la psicología actual, tan anglosajona, que analiza la psique en términos de 'cajas' y máquinas de Turing.

El psicoanálisis nunca llegó a ser ciencia, pero abrió caminos. Cuando las modas actuales pasen -como es su sino- de moda, alguien apartará la maleza que, entre tanto, ha crecido sobre ellos, y seguirá explorando.

Sigmund Freud era un hombre singular. Aprendió español sólo para poder leer el Quijote en versión original. Y hablaba fluidamente el griego clásico. En su primer viaje a Grecia, apenas descendido del tren en la estación de Atenas, tomó un taxi y se dirigió al conductor hablándole en el griego de Sócrates... sin ningún éxito, naturalmente.

Tenía también sus manías. Acudía siempre a las estaciones con cuatro o cinco horas de antelación, para estar seguro de no perder el tren. Y el hábito de fumar, esa fijación oral tan inconfundible para un psicoanalista, no lo abandonó hasta el final de sus días. Su antiguo domicilio, en la Berggasse 19 de Viena, conserva de aquellos tiempos únicamente un arcón, un perchero y, en las paredes, fotografías de su antiguo despacho, aquel pequeño museo arqueológico que él mismo iba acumulando.

El resto de sus enseres, junto con su familia, emigraron con él a Londres. Las juventudes nazis de Viena habían engordado demasiado, y se comían la ciencia y la cultura con la misma glotonería -y zafiedad- con que seguramente devoraban los Kuchen de la abuela antes de salir a la calle, correajes e insignias sobre las camisas pardas, a demostrar que los arios, naturalmente, son superiores.

Hicieron falta setenta y dos millones de muertos para demostrarles que no tenían razón.

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