Ya te he hablado alguna vez de aquellos meses que pasé en Inglaterra. Yo no había cumplido aún los diecinueve años, y para mí todo era nuevo.
La familia con la que vivía era muy buena gente. Casi lo primero que me preguntaron a mi llegada fue si yo era católico. Ellos eran protestantes y, sabiendo que yo venía de un país católico, seguramente les preocupaba la circunstancia de que, ni en Warrington ni en muchas millas a la redonda, había una sola iglesia de aquella confesión.
Les escandalizó oírme responder que yo "no tenía ninguna religión", pero no por ello me juzgaron, y nunca más volvieron a sacar el tema a colación, salvo quizá en algún que otro comentario suavemente irónico contra el Papa de Roma.
Como yo era nuevo en la ciudad, Irene se apresuró a presentarme a otros jóvenes de mi edad. Durante días, desfilaron por 105 Hallfields Road chicos y chicas de distintas aficiones y formas de pensar. Supongo que yo era para ella un enigma. Viniendo yo de un país por aquel entonces tan desconocido, ni Irene ni sus padres tenían referencias para averiguar cómo acomodarme en aquella sociedad, en una ciudad en la que yo era el único extranjero. Cuando supieron que yo no fumaba ni bebía alcohol, llegaron incluso a proponerme que visitara la YMCA, una asociación de jóvenes cristianos en la que yo habría encajado más o menos como una cigarra en un hormiguero. Con el tiempo comprendieron que lo que yo más detestaba de mi país de origen era la omnipresencia de la religión católica y su cruzada enfermiza contra la sexualidad.
De todos aquellos muchachos que me presentaron, sólo dos terminaron siendo amigos míos. Ellos eran amigos entre sí, y de carácter completamente opuesto. Brian era un vividor, amante de las fiestas y de las faldas, mientras que John era tranquilo y reflexivo. John era el que más a menudo me llamaba o me venía a visitar. Formaba parte de un grupo de teatro, y tenía una pronunciación exquisita, que era para mí un recurso valiosísimo en aquella ciudad en la que todos hablaban con un tremendo acento "Lancashire".
Nos hicimos muy amigos. Una mañana, me llamó por teléfono. Sus padres estarían fuera todo el día y me invitaba a comer en su casa. El mismo cocinaría. Cuando me presenté ante su puerta, John, efectivamente, me recibió con un delantal a la cintura y una espumadera en una mano. Estaba ya preparando la comida. Charlamos animadamente y, cuando la comida estuvo lista, nos sentamos a comer.
A los postres, John se las arregló para sacar el tema de la homosexualidad, del que yo por entonces no sabía gran cosa. Mientras hablaba, me miraba con arrobo. Cuando finalmente me dijo que él era homosexual, comprendí. John no era un hombre promiscuo. Probablemente se había enamorado de mí, y abrigaba esperanzas de ser correspondido. Pero no pudo ser. Respondí que, lamentándolo mucho, yo no era homosexual, y seguimos tan amigos. Nadie juzgó a nadie, y él siguió visitándome y llamándome para salir exactamente igual que antes. John era un gran tipo, y todavía guardo un recuerdo muy afectuoso hacia él.
Tiempo después, ya de regreso en España, se empezó a hablar en público de la realidad homosexual. Nunca he entendido que haya personas que desprecien a los homosexuales, del mismo modo que nunca he entendido cómo a alguien le pueden repugnar los negros por el hecho de serlo. El cerebro humano es complejo pero, aun así, una cosa es la repugnancia personal y otra el rechazo social. Yo acogí con entusiasmo aquellas primeras reivindicaciones, hasta el punto de que en mi primer trabajo tardaron algún tiempo en darse cuenta de que yo no era homosexual.
Antes de continuar, tengo que decir que en ninguno de mis múltiples trabajos en distintos países he tenido conocimiento de que alguien fuera discriminado por ser homosexual, negro, judío o imbécil, aunque a veces me he preguntado por qué los imbéciles representan un porcentaje tan alto del contingente laboral. Tal vez es simplemente un reflejo de la propia sociedad.
Pero llegó 1989 y cayó la Unión Soviética. En pocos meses, la izquierda mundial quedó desarbolada y huérfana. A la vista de los aires de libertad que empezaron a correr por tantos países hasta entonces sojuzgados, uno pensaba que el modelo socialista había quedado -¡por fin!- definitivamente desacreditado. Pero parece haber una ley genética inexorable que dicta que la maldad nunca desaparezca de las interacciones humanas.
Desde luego, lo que habían quedado desacreditadas eran las consignas del obrero explotado por el capitalista explotador. En Europa la clase media vivía bien -espléndidamente, en comparación con los países más pobres-, y el primero de mayo se había convertido simplemente en un día de excursión. El socialismo, tal como lo habían idealizado quienes no lo conocían, era ya imposible. Pero las ansias totalitarias del ser humano son una hidra, y por cada cabeza que le cortan le crecen dos.
En contra de lo que muchos piensan, las revoluciones no tienen nada que ver con la justicia, sino con el poder. La justicia social es sólo una de las muchas coartadas de quienes, en el fondo, lo único que pretenden es mangonear sin límites. Es el viejo arquetipo freudiano de matar al padre. Por eso, a partir de los años 90, el énfasis de las reivindicaciones se fue desplazando poco a poco hacia grupos que hasta entonces habían sido marginales. Así surgió el movimiento 'gay', que los políticos de izquierda decidieron adoptar como aliado para no desaparecer de la escena política. El precio a pagar fue una ideología que, a medida que se consolidaba en el poder, se fue radicalizando hasta llegar a extremos delirantes. Y alarmantes.
Ahora ya no basta con reconocer la obviedad de que hay personas homosexuales. Además, hay que desdibujar las diferencias entre hombres y mujeres, poner en duda la familia tradicional (que es la que nos permite sobrevivir como especie) y otorgar a los homosexuales el 'derecho' a adoptar un niño (pero no a los niños el derecho a tener un padre y una madre, como en el resto del reino animal). Si yo aseguro ser un millonario en el cuerpo de un pobre, lo más que voy a conseguir es que se rían de mí, pero si declaro ser una mujer en un cuerpo de hombre la sanidad estatal tiene la obligación de dispensarme un costoso tratamiento con cargo, en parte, al bolsillo de los millonarios injustamente clasificados como pobres.
Pero cuando los fascismos llegan realmente a su apogeo es cuando involucran a los niños. La idea de que unos individuos puedan entrar a una clase infantil a predicar tales ideas y sembrar la confusión entre unos niños indefensos cuya mente está aún en proceso de formación me produce náuseas.
A John lo perdí de vista hace muchos años, pero todavía tengo una buena amiga que es lesbiana. Sigo sin tener nada contra las personas homosexuales, gordas, hermafroditas o calvas, pero el movimiento LGTBIJKXYZ me produce repugnancia. No le doy muchos años de vida. Justo el tiempo que tarde nuestra civilización en terminar como tantas otras civilizaciones que pasaron a los libros de historia.
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sábado, 14 de octubre de 2017
Enfermos de fanatismo (I)
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Palabras clave: fascismo, homosexualidad
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