lunes, 21 de diciembre de 2015

Músicas perdidas

No sé cómo he venido a parar aquí. Friedrich Gulda. Claro de luna. No importa cómo imaginó Beethoven esta sonata. La magia de los grandes intérpretes está en hacernos olvidar la técnica para flotar con ellos en un mar de olas que se acompasan bajo la superficie de la melodía y que, en sus detalles más sutiles, expresan la sensibilidad del artista. Así es como Gulda imaginaba esta sonata, y hoy me lo ha conseguido transmitir. No soy pianista profesional, y no necesito más.

Mi prima Garbiñe, que era pianista, descubrió conmigo un día a Glenn Gould. Cediendo a mi insistencia, escuchó pacientemente aquella versión delirante de la Marcha Turca, y al terminar hizo un ademán escéptico. "No me ha gustado nada el staccato. El legato, sí, era magnífico, pero lo demás, no". Argumenté vehementemente que a quien habíamos escuchado no era a Mozart, sino a Gould, pero fue inútil. De todos modos, ella era así.

De todas las interpretaciones que he oído del Claro de luna, esta es la segunda que más me gusta. La primera ya no recuerdo de quién era. Yo tenía quizá diecisiete años, y había descubierto aquel disco de vinilo (33 revoluciones por minuto) en casa de mi amigo Fernando, que vivía todavía con sus padres. Tampoco recuerdo cuándo lo escuché por primera vez, ni cuántas veces o centenares de veces lo escuché. Creo recordar que se lo pedí prestado y que lo atesoré entre mis discos durante mucho tiempo, quizá meses o años. En mi recuerdo yo apagaba la luz, cerraba suavemente los párpados y me abandonaba a las notas de aquel piano. Era verano, y por la ventana abierta entraba a ráfagas el aire cálido de la noche. Quizá incluso compartí aquellas notas con alguna chica, echados los dos en alguna cama, quizá acariciándonos, escuchando.

Era una versión distinta de todas las que he oído después. Comenzaba muy quedo, desafiantemente despacio, y muy despacio también crecía en intensidad. Hasta niveles casi enervantes. Aquella lentitud deliberada creaba en mi ánimo una tensión arrebatadora. Quizá yo abría de vez en cuando los párpados, en éxtasis, y veía una luna quieta iluminando la noche oscura al otro lado de la ventana. O quizá sólo lo imaginaba. Entre nota y nota, los silencios estaban entrecruzados por diminutas cicatrices del microsurco de aquel disco desgastado que tal vez había pertenecido al padre de mi amigo, pero la magia de la música podía más que aquellos cuchicheos sin significado. Eran sólo motas de polvo en el silencio.

No sé qué fue de aquel disco. Con el paso de los años llegué a olvidarlo, porque sobre su recuerdo se fueron acumulando muchas otras interpretaciones de muchos otros compositores. Cuando descubrí a Brahms, Beethoven empalideció, y sobre las ascuas de Brahms se fueron depositando, en sucesivos estratos arqueológicos, la Música para orquesta, percusión y celesta, el Stabat Mater de Pergolesi, la Novena de Bruckner, las Gymnopédies, la Pavane de Fauré, el adagio de Barber. Y tantas otras.

Bajo el vídeo de Gulda, en YouTube, uno de los comentarios que leí mencionaba, entre otras, la versión de Wilhelm Kempf. Al leer aquel nombre me ilusioné. Por un instante creí reconocer aquellas dos palabras que tantas veces había releído en la funda del viejo disco, pero en seguida descubrí que tampoco era él. Es terrible pensar que con tus recuerdos se va un trozo de tu vida, un trozo que nadie más que tú recordará ya nunca, hasta el fin de los tiempos. El vacío en la memoria. Sin susurros siquiera de un viejo disco rayado.

Años después, en las rebajas de unos grandes almacenes compré cuatro discos, no todos de música clásica. Uno de ellos era una versión de una de las cantatas de Bach más conocidas, Ich habe genug. Era la primera vez que escuchaba aquella obra, que me emocionó más allá de lo descriptible. El disco permaneció en mi colección hasta que me marché de Barcelona, y para entonces un disco de vinilo era ya una simple reliquia. Mi colección era demasiado voluminosa para cargar con ella, de modo que la abandoné en el piso de la que había sido mi compañera, que a su vez terminó regalándola o tirándola a la basura.

Años después Ich habe genug retornó a mi memoria, y decidí volver a comprarla, esta vez en compact disc. Pero ninguna de las versiones que encontré a la venta me emocionaba como aquel primer disco de vinilo comprado en unas rebajas. Todo lo que recuerdo es que el nombre del intérprete era anglosajón. He invertido horas enteras en muchas tiendas de distintos países escuchando versiones de aquella cantata, pero todas me han defraudado. Con el auge de la ópera, se ha puesto de moda cantar la música lírica con gorgoritos operísticos, y la mayoría de las versiones que escucho me parecen insufribles. Para mi gusto, la música religiosa tiene que ser sobria y contenida, porque lo que se pretende no es un florilegio exhibicionista, sino una experiencia personal, íntima y profunda.

A falta de aquel oscuro intérprete que nunca reencontraré, me consuelo con una versión razonablemente hermosa de Janet Baker. Pero la orquesta se empeña siempre en ir demasiado aprisa.

A mi madre le gustaba mucho la zarzuela, que yo siempre he detestado. Pero entre sus discos de zarzuela, que durante años ella cantaba infatigablemente por toda la casa, había uno que sí me gustaba: El barberillo de Lavapiés. Incluso la letra me hacía mucha gracia, hasta el punto de que llegué a memorizar largos pasajes de aquella pieza, que más que una zarzuela en realidad era una opereta. Hace tantos años de aquello que ni siquiera tiene sentido ahora preguntarse qué fue de aquel disco, desaparecido en algún recodo remoto de la memoria.

Y sucedió con él lo mismo que con la cantata de Bach. Por mucho que busqué, nunca conseguí encontrar aquella versión gozosa de mi infancia. Durante años recordé incluso el nombre del barítono que tanto me gustaba, y di incluso con una versión suya del mismo Barberillo, pero con el paso del tiempo aquel hombre había envejecido, y su voz era ya sólo un espectro tembloroso de la voz firme y airosa que yo había conocido.

Todos estos recuerdos, con la música de Bach de fondo, me embargan de una sosegante mezcla de tristeza y ternura. Una buena terapia para un achaque de nada, una tarde como otra cualquiera.

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26 de diciembre - De repente, por una rendija de la memoria se cuela un nombre propio: Mark ... No recuerdo el apellido. Escibo en YouTube "Ich habe genug Mark"... y el primer resultado que aparece ¡es él! Mack Harrell, 1958. Para quien quiera deleitarse con mi versión preferida:




 
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