viernes, 19 de diciembre de 2014

La honra del profeta

En el Evangelio de San Juan hay unas palabras que con el tiempo dieron lugar a una frase hecha, y que hoy me vienen al pelo para empezar este texto: "el profeta en su tierra no tiene honra". Es decir, cuando uno es profeta todos a su alrededor lo desprecian, lo ridiculizan o lo ignoran. Yo sé lo que es eso.

Butifarras en Alabama

Desde hace muchos años, y por profecías diversas. En los años 90 uno de mis empleadores dejó de contratarme porque traté de convencerlo de la necesidad de flexibilizar nuestra lengua común. Mis argumentos eran sólidos, pero él nunca quiso aceptarlos porque en su interior algo irracional, más potente que la lógica, se lo impedía. Creo que no me equivoco si lo diagnostico como la fuerza de la costumbre. Esa batalla hace años que la he dado por perdida. Mi ex jefe no estaba solo en su confortable conservadurismo, que con los años he comprobado que caracteriza a toda la sociedad hispanohablante, con muy raras excepciones. Los burócratas de las ciencias cognitivas harían bien en estudiar fenómenos como éste, en lugar de experimentar insistentemente con su propio ombligo. Allá ellos.

Por aquel entonces yo me acababa de instalar en Barcelona, y vivía mi nueva experiencia con gran entusiasmo. Pero las elecciones generales se seguían sucediendo, y con cada una de ellas los nacionalistas locales adquirían más competencias administrativas. La sensación de ser tratado como un ciudadano de tercera empezó a hacerse presente en mi conciencia hasta llegar a un punto difícilmente soportable. Por supuesto, no existe nada remotamente parecido a una 'raza catalana', pero aquellos pintorescos individuos se comportaban cada vez más como si ellos fueran del Ku-Klux-Klan y yo fuera un negro de Alabama. Cuando le comentaba a quien quería escucharme que el objetivo era una Cataluña independiente -y racista-, todos lo negaban.

Cosas que nunca bajan (¡palabra!)

En el año 2004 comprendí que el proceso era imparable y emigré. Diez años después, el tiempo me ha dado la razón. ¿Por qué nadie quería reconocer lo que para mí era evidente? Ahora pienso que muchos lo veían tan claramente como yo, e incluso simpatizaban con el ideal totalitario, pero mentían. No todos. Estoy seguro de que muchos creían también sinceramente que la palabra 'independencia' nunca sería pronunciada en el parlamento local. Lo que ocurría es que se negaban a aceptar la evidencia. Otro mecanismo irracional que les regalo a los burócratas de las ciencias cognitivas. De nada.

Estábamos ya en los años de la burbuja inmobiliaria, y pronto comprendí que los precios de las viviendas en España eran absurdos. Se mirase como se mirase, era imposible que un apartamento en un pueblo perdido de Murcia costase más caro que un piso señorial en el centro de Berlín. Sin embargo, por aquel entonces muchos de mis amigos no se conformaban ya con la segunda vivienda en la playa, sino que se embarcaban en una tercera, esta vez para especular, porque, como todos me contestaban con una sonrisa condescendiente en los labios, "la vivienda nunca baja".

En aquella ocasión, el mecanismo irracional que noqueó su capacidad de razonar fue la codicia. Y, por supuesto, ese afán tan español de no ser menos que nadie. Excepto yo, todos a su alrededor estaban hipotecándose, y además por aquel piso que se habían comprado un año antes 'les daban ya' cincuenta mil euros más. Ese 'les daban ya' era una ficción pueril, y ellos lo sabían, porque nadie les había dado nada ni ellos pensaban vender: el valor de su vivienda subiría eternamente, y en su fantasía ellos eran cada mañana más millonarios que la noche anterior. Como en el caso de Cataluña, mis codiciosos amigos negaban la evidencia simplemente porque deseaban fervientemente que la evidencia no existiese.

Los fantasmas de Canterbury

Con el pinchazo de la burbuja vino el llanto y el crujir de dientes, y pronto comprendí que mi horizonte laboral tenía los días contados. "Esto se acaba", le comenté a varios colegas. "No, hombre, no, qué se va a acabar", era invariablemente la respuesta. Sin más. Nadie me explicaba cómo iba a ser posible que un trabajo absolutamente prescindible sobreviviese a la necesidad insoslayable de reducir gastos en todos los países del mundo. Es cierto, los altos cargos seguramente no desaparecerán, porque los amigos de los políticos nunca se quedan en la calle (al menos, en los periodos históricos en que los políticos no son guillotinados en las plazas públicas), pero mi humilde actividad laboral no era ya más segura que una amarilla hoja otoñal sacudida por el viento.

Sucedió lo que tenía que suceder, y los que negaban la evidencia se encontraron con que avanzaban con el paso cambiado. Como en los episodios anteriores, el mecanismo psicológico que había obnubilado su raciocinio era la inercia. Cuando las cosas van pasablemente bien, nadie quiere complicarse la vida reconociendo que pueden ir peor. Sí, podemos sospechar que unos kilómetros más adelante hay una catarata, pero da tanta pereza remar contra la corriente...

Lo que quiero evidenciar con esto no son mis virtudes visionarias, sino la realidad de que el ser humano es bastante más irracional de lo que queremos creer, particularmente cuando comparte su irracionalidad con muchos semejantes. En tales casos, además, las consecuencias suelen ser nefastas. Si uno cree en los fantasmas del castillo de Canterbury, uno es un extravagante. Pero si todos creen que el Sol gira alrededor de la Tierra, entonces no hay más que hablar: El Sol Gira Alrededor De La Tierra.

Desde el gulag con amor

Por supuesto, la prueba irrefutable de que el Sol no gira alrededor de la Tierra no es ninguna medición astronómica, sino la curiosa circunstancia de que decirlo fue tabú. Si uno está realmente convencido de su verdad, ¿por qué prohibir a los demás que afirmen lo contrario? A los místicos, a los monjes budistas y a los físicos experimentales les importa una higa lo que uno pueda decir sobre la Santísima Trinidad, el yang o la fusión fría. Pero el inquisidor Torquemada, los defensores del cambio climático o los militantes de izquierdas no toleran disidencias. ¿Tantas dudas tienen?

En los libros de historia, doscientas páginas después de Torquemada la Inquisición fue una barbaridad, como lo será el cambio climático dentro de otras doscientas páginas. Pero los tabúes de izquierdas parecen resistir el paso del tiempo. Cien años después de Lenin, se mantienen tan lozanos como si se sumergieran todas las mañanas en áloe vera. ¿Cómo hacen?

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Para empezar, juegan con ventaja. Desde la caída del Muro de Berlín, la sociedad europea ha ido arrinconando la libertad individual para sustituirla por la libertad de consumo. Nos han convencido de que ser libres es poder escoger entre cien marcas de yoghourt o cien mil aplicaciones para el móvil, y a cambio aceptamos sin rechistar que nos mangoneen en los aeropuertos, que nos impidan fumar sin molestar a nadie, que nos obliguen a ponernos casco para ir en moto o que nos graben cuarenta cámaras diferentes cada vez que salimos a la calle. Poco a poco, deslumbrados por las tarjetas de crédito, las descargas P2P, los 'amigos' de facebook y los vuelos baratos, hemos ido entregando parcelas de libertad que cada día será más difícil recuperar.

Querámoslo o no, la balanza de nuestras vidas se decide entre dos enemigos irreconciliables: seguridad y libertad. Por eso, la pérdida de libertad en Europa ha ido acompañada de una exigencia creciente de seguridad. Que es en lo que estamos. La libre competencia es una entelequia aplastada por los oligopolios y la corrupción, la libertad de voto se reduce a dos o tres opciones alarmantemente parecidas entre sí, la iniciativa privada debe enfrentarse a una legión de regulaciones, normas y trámites burocráticos, y el destino del dinero que uno gana lo decide, en buena parte, el Estado. No me digan que la criatura no se parece a la extinta Unión Soviética.

Pero esto ya no se puede decir, porque toda la sociedad ha interiorizado el modelo y se siente cómoda dentro de él. Ahora la Tierra es plana, y el que lo niegue es un hereje.

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La única diferencia entre dictadura y totalitarismo es que la dictadura es impopular. La ideología franquista nunca tuvo muchos simpatizantes no porque fuera un adefesio, sino porque todos la vivíamos como una imposición. Pero las ministras de cuota, el derecho a una hipoteca, el reciclado de las basuras o España nos roba, siendo un adefesio igual de grotesco, gozan de gran popularidad porque dimanan directamente de 'la Democracia'. Que es algo así como decir las Tablas de la Ley.

Al principio, remar contra la corriente da pereza pero, cuando uno está acostumbrado a la rutina, lo que infunde es miedo. Miedo a lo desconocido y, sobre todo, miedo a la disidencia. La mejor arma de la izquierda ha sido siempre la propaganda, y consiste esencialmente en acusar a todos los demás de 'fascistas'. Sorprendentemente, porque el fascismo fue una escisión del socialismo en Italia, y la palabra 'nazi' es una abreviatura de 'Nationalsozialismus'. No hace falta que lo traduzca, ¿verdad?

No era sólo una palabra. Como buen italiano, Mussolini nunca pasó de los buñuelos de viento ideológicos, pero Hitler acabó con el desempleo en Alemania construyendo autopistas, y Franco creó la Seguridad Social y erradicó el analfabetismo en España. ¿Eso quiere decir que el totalitarismo es bueno? No, pero como mínimo significa que el socialismo no es incompatible con el fascismo. Y de ninguna manera es su antídoto, como se empeñan en hacernos creer los 'progresistas' europeos desde hace medio siglo.

De hecho, en los años 30 el partido nazi en Alemania se nutrió en buena parte de antiguos comunistas, que se pasaron de un extremo ideológico al otro con absoluta naturalidad, del mismo modo que hoy en Francia el Front National está ganando votos en los barrios proletarios de las grandes ciudades, tradicionalmente feudos de la izquierda más recalcitrante.

Las gemelas Pili y Mili

En Europa, la palabra 'socialismo' no describe ya una posición ideológica, sino una tradición. No me estoy refiriendo a las purgas de Stalin o a los millones de chinos exterminados por Mao -que también forman parte de la tradición-, sino a la idea de que el Estado debe decidir por nosotros para salvar a la sociedad del caos y la injusticia. La palabra adecuada, hoy, es 'socialdemocracia', o 'estado del bienestar'. Pero, adoctrinados y acostumbrados al discreto encanto de la seguridad, los ciudadanos europeos no son ya conscientes de hasta qué punto es denigrante esa noción. Que el Estado decida por nosotros quiere decir que no nos considera capaces de decidir por nosotros mismos. Este es el argumento implícito que durante siglos ha justificado, entre otras atrocidades, el esclavismo y la postergación de las mujeres como ciudadanos de segunda categoría.

Pero el Estado del bienestar es proclamado también como una 'conquista' irrenunciable por los partidos de derechas. Ningún partido de derechas se declara dispuesto a liberar al individuo de la tutela del Estado, a reducir los impuestos al mínimo imprescindible o a privatizar la seguridad social. ¿En qué se diferencian, pues, la izquierda y la derecha en Europa?

En muy poco. El discurso, sí, es diferente, pero los principios -si alguna vez los hubo- han desaparecido. Ahora lo único importante son los votos, y los 'derechos' sociales dan votos. Es una espiral vertiginosa: cuantos más derechos, más votos. El Estado del bienestar ahora es imprescindible... para mantener los privilegios de los políticos. La corrupción, por supuesto, es la misma en los dos bandos. ¿O debería decir 'en las dos bandas'?

El paraíso de las cañas de pescar

El problema del Estado del bienestar es que es a crédito. La definición de Margaret Thatcher -"el socialismo consiste en gastarse el dinero de los demás hasta que se acaba"- es esencialmente correcta. Durante años, el maná del crédito fácil hizo pensar a muchos que la utopía había llegado: sanidad universal y gratuita, hipotecas a precios de risa y sin condiciones, ayudas sociales, subsidios, cornucopia de nuevos puestos en los ministerios, trenes de alta velocidad y obras faraónicas. El prestigio del Estado subió como la espuma, pero a costa de pagar la deuda no con unos impuestos razonables, sino con con unos impuestos confiscatorios... y con más deuda. Así, cualquiera.

Entonces ¿es una utopía aspirar a un Estado sin pretensiones que se limite a administrar unos impuestos moderados, a defender la libertad del individuo y a ejercer de árbitro de la libre competencia? En estos tiempos y en Europa, parece que sí. Medio siglo de Estado del bienestar ha inclinado desproporcionadamente la balanza en favor de la seguridad y en contra de la libertad, y los valores sociales están horriblemente deformados. La libertad no es sólo para hacer lo que a uno le dé la gana, sino también para equivocarse. La seguridad atenúa mucho los riesgos, sí, pero reduce mucho la libertad. Y la dignidad del ser humano no consiste en que otros lo vistan y lo alimenten, sino en el orgullo de ganarse la vida con su propio esfuerzo.

Para eso hace falta una sociedad no de amiguetes ni de oligopolios ni de funcionarios, sino de oportunidades. Que no regale pescados, sino cañas de pescar. Y que defienda de verdad la libre competencia, que es la única manera conocida de conseguir los mejores productos posibles al mejor precio posible. Pero no me hago ilusiones. Ya sé que, en estos momentos, todo eso es mucho pedir. El espejismo de los derechos a crédito todavía no se ha roto, y ojalá que la ruptura, cuando llegue, no sea traumática.

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