sábado, 26 de abril de 2014

Frases y libros

Salvo alguna que otra frase suelta que en su momento se me quedó grabada, no recuerdo ninguno de los libros que he leído en mi vida.

Al son de la Marcha Turca

Quiero decir que no los recuerdo del mismo modo que recuerdo la sonata para piano en A mayor de Mozart, el bolero Noche de ronda o el 'Round midnight de Thelonius Monk, cuyas melodías podría reproducir prácticamente nota por nota. A menos que uno sea opositor a abogado del Estado, personaje de Farenheit 451 o autista, ningún ser humano normal es capaz de retener libros enteros en la memoria. Mientras las leemos, vivimos las novelas como recuerdos o fantasías de la propia vida, y de los libros de ciencia, ensayo o historia nos quedamos con lo esencial.

Calisto y Sempronio

Realmente recuerdo pocas frases de todas las novelas que he leído en mi vida, y no estoy seguro de que las recuerde tal como fueron escritas. Hace poco tiempo, por ejemplo, me acordé de una de ellas y la anduve buscando. Primero en papel, y después por Internet. Era una frase de Calisto en La Celestina. 

Calisto está decidido a fugarse con Melibea, y acude una noche con Sempronio a la casa paterna de su amada. La calle está oscura y desierta, y la puerta de la casa, cerrada a cal y canto. Entonces Sempronio susurra a Calisto algo así como "cata, señor, que esta puerta está cerrada y aquí no se puede ni entrar ni salir". A lo que Calisto, airadamente, responde: "¡Cómo! ¿Pretendes que un trozo de madera se interponga entre mi amada y yo?" Aquella vehemencia de Calisto me entusiasmó, igual que por aquellas mismas fechas la escena final de la película El graduado, en la que el protagonista arranca a su amada del altar mismo ante el que está siendo casada con un competidor convenientemente más insulso.

Hojas de clavel

Ni siquiera recuerdo una sola frase de cada una de las novelas que más me han gustado. En la Vida del escudero Marcos de Obregón, que fue la novela picaresca que más me hizo reír, una mujer casada se enamora locamente de un estudiante que toca la vihuela, y la criada, tratando de disuadir a su ama de sus lascivas intenciones, le va enumerando los defectos de aquel estudiante zarrapastroso. Naturalmente, en vano.

En cierto momento de la enumeración le recuerda que el estudiantillo, además, tiene sarna. Y la enamorada replica "¿Llamáisle sarnoso por unas rascadurillas que tienen las muñecas, que parecen hojas de clavel? ¿No echáis de ver aquella honestidad de rostro, la humildad de sus ojos, la gracia con que mueve aquella voz y garganta?" Esta frase la he encontrado fácilmente en Internet y es literal, pero la frase de Calisto me costó mucho encontrarla, quizá porque no se parecía apenas a la que yo recordaba, y finalmente la he vuelto a perder.

Humor grueso

No importa. La Celestina sigue siendo el clásico español que más me ha apasionado. Mucho más que el Quijote, cuyo sentido del humor, basado en la fórmula repetitiva de maltratar a un pobre loco, siempre me ha parecido estúpidamente cruel. El Quijote refleja una visión del mundo muy extendida por estas latitudes. Usando un símil taurino, podríamos decir que los españoles son como el toro resabiado que, ignorando la capa, embiste directamente al torero. Cuando se trata de argumentar, el español busca el bulto de la persona, su forma de vestir o su posición social antes que sus ideas. Tendemos a una visión del mundo costumbrista, hecha de estereotipos. Y, si alguien lo duda, bástele echar un vistazo a las series de televisión aborígenes, siempre más parecidas a una corrala de gigantes y cabezudos que a una historia inteligente de detectives o a un buen drama psicológico. Ah, y olvídese usted del humor fino.

Con diez cañones por banda

La poesía es diferente. Quizá la musicalidad de los versos y la rima hacen mucho más fácil -y, por alguna razón, más tentador- memorizar un poema, incluso de gran longitud. De niño me aprendí de cabo a rabo la Canción del pirata, de Espronceda, y más tarde largos pasajes de Don Juan Tenorio y no pocos sonetos de Góngora, Quevedo y otros autores que estudiábamos en el bachillerato. De todos aquellos, no sé por qué, el único comienzo que se quedó en mi memoria fue el de una poesía insignificante y pomposa: A las ruinas de Itálica, de Rodrigo Caro.

"Estos, Fabio, ¡ay, dolor!, que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa"

En campos de zafiro

Góngora retornó a mi vida años después, después de leer una magnífica conferencia pronunciada por Federico García Lorca en los comienzos de la generación del 27. A Góngora lo he leído de la única manera que es posible hacerlo: palabra por palabra, y con devoción. Cuando por fin decidí hincar el diente a las Soledades, rara vez leí de ellas más de tres o cuatro versos al día.

La poesía de Góngora y los ensayos de Brodsky en Less than one son, probablemente, los textos que con más placer he saboreado en toda mi vida. Pese a ello, tampoco de Góngora recuerdo mucho más que versos sueltos, que flotan en mi memoria como destellos de un universo sensual al que es imposible acceder por cualquier otro medio.

Recuerdo, por ejemplo, la imagen de aquellos neblíes graznando al comienzo de una cacería:

"Quejándose venían sobre el guante
los raudos torbellinos de Noruega"

O algunos versos sueltos de una musicalidad inigualable, como

"... oscura turba de nocturnas aves..."

O aquella descripción del náufrago recién llegado, exhausto, a la playa amiga en la que el sol seca lentamente sus ropas:

"... lamiéndolo apenas
su dulce lengua de templado fuego,
lento lo embiste, y con süave estilo
la menor onda chupa al menor hilo."

A pesar de tener un cargo eclesiástico y a diferencia de sus contemporáneos, Góngora jamás invocaba la religión en su poesía. Sólo en uno de sus sonetos menciona una sola vez a la Virgen María, y de pasada, porque el protagonista del soneto en realidad es... un cirio. En el siglo XVII era muy difícil ser agnóstico pero, si alguno hubo, don Luis de Góngora y Argote es un candidato firme a esa variante del escepticismo religioso.

Aureliano Buendía

¿Y por qué estoy escribiendo esto hoy? Pues porque la muerte de García Márquez me ha hecho pensar en todas estas cosas. Leí Cien años de soledad al poco de ser publicada, y me atrapó desde la primera línea. La leí en un solo día. Al terminar el libro era incapaz de distinguir entre Aureliano Buendía, Aureliano Buendía y Aureliano Buendía, pero la lectura me dejó boquiabierto, deslumbrado.

Desde entonces han pasado años, y ahora me temo que si la releyera no me entusiasmaría ya tanto. De hecho, además de sus cuentos, sólo otra novela suya -El otoño del patriarca- me gustó casi tanto como aquella, y ahora sospecho que mi deleite no le debía tanto a García Márquez como a la circunstancia de vivir yo mismo bajo una dictadura. Por lo demás, la novela que el propio Gabo más apreciaba, El amor en los tiempos del cólera, no me dejó huella, y la Crónica de una muerte anunciada no la terminé de leer porque me aburría.

García Márquez sabía atrapar al lector, de eso no hay duda, pero su uso de los adjetivos era quizá demasiado colorista. El título Ojos de perro azul se acerca bastante a una imagen gongorina, pero no antes de haber pasado por Chagall y los impresionistas. Quizá el ejemplo más significativo, que son las únicas palabras que recuerdo de la obra de García Márquez y precisamente las que han inspirado este texto, es un pasaje de El coronel no tiene quien le escriba, en el que su autor nos dice del coronel que tenía una respiración "pedregosa". Cuando leí aquel adjetivo, me pareció un hallazgo genial. Hoy, ya no estoy tan seguro.

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miércoles, 16 de abril de 2014

Andalucía

Bajo una luz bíblica

“El cuerpo me pide Andalucía”, escribí hace algunas semanas, y con esta frase dio comienzo mi reciente viaje al Sur. Primero, en expectativa sólo, y por fin, hace apenas cuatro días, en la vida real.

Cádiz es una celda de panal de abejas entremetida en el mar y conectada con el continente por una larga recta desnuda. Sin árboles. Trenes y coches yendo y viniendo en incesante lanzadera. Pero la luz que baja del cielo no es aquí de miel, ni reside en lo alto, como en el Mediterráneo, sino que se vierte en cascada, directa y violenta sobre las cabezas. El adjetivo que mejor la describe es seguramente, sobre todo en estos días de semana santa, ‘bíblica’.

Una vez traspuesta la muralla que delimita el casco antiguo se adentra uno en las callejas de la vieja Cádiz. Llegados a este punto, es absurdo proveerse de un mapa. Uno comprende inmediatamente que se perderá, que tarde o temprano se topará con el océano, y que al cabo de un par de horas de vagar sin rumbo acabará encontrando el camino de retorno. Es así como viaja el verdadero viajero, el que va a la caza no de catedrales o monumentos de guía turística, sino de paisajes habitados por seres humanos. La historia, el arte y el encuadre fotográfico ya irán apareciendo por el camino. O no.

Cuentan las crónicas que Cartagena de Indias fue construida por marineros arribados de la vieja Cartagena ibérica, pero si a alguna ciudad se parece Cartagena de Indias es a Cádiz. Es imposible pasear por estas calles gaditanas y no recordar a la distante hermana gemela cuyos contrafuertes parecen desafíar al Mar Caribe.  También allá el sol se derrama vertical y sin misericordia, aunque con una diferencia: en la pariente americana, los rayos bíblicos descienden del norte. Simetría.

Churros y ramos

Es domingo de Ramos, y la plaza del Consistorio es una fiesta de colores. Son las doce del mediodía, pero en las terrazas de los bares todavía hay más de un ocupante tomando churros. Para mí, la tentación es irresistible. En el mapa antropológico de Europa, España se termina donde se terminan los churros. Ante mi mesa discurren ahora sin prisa paseantes endomingados, algún que otro turista poco estridente y, de cuando en cuando, alguna familia portando ramos para la procesión. Me conforta y me alegra haber venido a Cádiz. Es un reconstituyente que los médicos deberían recetar por lo menos una vez al año.

Quizá el único monumento que tengo querencia por ver es el dedicado a ‘La Pepa’. En otras palabras, a la Constitución de 1812. Ahora está rodeado de jardines, aunque yo lo recordaba solitario, erigido en mitad de una gran explanada apenas frecuentada por los viandantes, y aparentemente desconocido de los turistas. En el extremo más meridional de España, en el siglo XIX y mucho más cerca de Africa que de Madrid, Cádiz parecería el sitio menos apropiado para convocar unas Cortes constituyentes, lo cual probablemente vaticinaba ya su futuro en las páginas de la Historia. Comenzaba por aquellas fechas un largo siglo de conspiraciones, de cantones y de caciques. ¿Nos suena de algo esta descripción? A mí, sí.

La línea de Palermo

El Puerto de Santa María no es Europa. Es un centauro en el que se amalgaman a partes iguales Europa y Africa. No hace falta pasearlo mucho rato para darse cuenta de que sus habitantes están vivos, y recorriendo sus calles es imposible no acordarse de otro centauro de esa misma familia: Palermo.

Y cuando digo ‘vivos’ no estoy diciendo ninguna perogrullada porque, en comparación, los habitantes de Valencia son zombies musgosos, aburridamente previsibles, y hasta sospechosos de reproducirse por esporas. Valencia no es un caso único de sonambulismo vegetativo, y la evidencia más llamativa, como en buena parte de España, son los camareros. En esta parte de Andalucía los camareros son todavía los camareros que yo recuerdo de mi infancia: animosos, amables y dicharacheros.  Se entiende que servir cañas y tapas no es el trabajo más glamouroso del mundo pero, ya que es lo que toca, por lo menos vívelo con alegría, carajo.

He paseado por el Puerto de Santa María conducido por Ernesto, otro de los blogueros de ‘A propósito’, a quien hasta ayer mismo no conocía en persona. Ernesto, a quien yo imaginaba como la versión andaluza de Bertrand Russell, es en la vida real mucho menos trascendente de lo que yo pensaba. Probablemente él esperaba también encontrarse con alguien más epicúreo que yo, por lo que hemos terminado charlando animadamente ante una procesión de tapas en una de sus tascas preferidas. Gracias a él he saboreado, entre otros, manjares tan sorprendentes como las ortiguillas, los pinchos de rabo de toro y una receta secreta de changurro única en Andalucía. Un detalle anecdótico: si el camarero hubiera hablado en húngaro yo no habría entendido mucho menos de lo que aquel hombre decía. Por fortuna, mi acompañante era el perfecto intérprete gaditano-español. Gracias por todo, Ernesto.

Niños

Estoy escribiendo estas líneas en una pequeña terraza soleada, cerca de la piscina de un hotel, y en la piscina hay varias docenas de niños, pero ninguno de ellos es psicópata. Quiero decir que ninguno de los niños que oigo jugar y chapotear en el agua grita para llamar la atención: en otras palabras, para sacar de quicio a cualquiera que no sean sus padres. Estos niños de aquí, milagrosamente, son normales, y sus gritos no molestan, porque expresan únicamente eso: la felicidad de ser niño. Si desea usted vivir rodeado de seres humanos, busque un país en el que los niños sean felices, y se note.

Churros, caballos y toros

Jerez de la Frontera también es un centauro, aunque le falta un punto de sal. Atrapado en mitad de la algarabía una mañana de mercado, no podría afirmar, aunque quisiera, que Jerez es una ciudad de señoritos andaluces, pero esas pinceladas ecuestres y taurinas en algunos carteles callejeros y esos apellidos ingleses en las fachadas de algunas bodegas parecen evocar un mundo que se me antoja distante de los humildes paisajes del Puerto de Santa María. Aun así, todas las personas con las que he tenido ocasión de hablar eran igual de alegres y amables que las que he conocido desde que llegué a Andalucía.

Estamos ya a martes y mi excursión toca a su fin. La felicidad, por definición, no es eterna, y el país de los zombies me espera mañana de nuevo, allá en el Mediterráneo, palpitante como un corazón de escayola, para reanudar mi rutina cotidiana. Pero, durante muchos días todavía, saborearé el recuerdo de un país real que se podía tocar, donde el sol caía a plomo desde lo alto del Atlántico y cuyos habitantes estaban, en el verdadero sentido de la palabra, vivos.

Hasta siempre, Cádiz.


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