viernes, 25 de mayo de 2012

Al otro lado de la curva

Como saben en Haití, Chile y Japón, el descubrimiento, hace ya casi un siglo, de las placas tectónicas de la litosfera terrestre no ha hecho más fácil predecir los terremotos. La vulcanología, en cambio, sí ha hecho modestos avances en el último medio siglo. Es confortante saber que, aunque la tierra pueda seguir sacudiendo nuestras ciudades sin avisar, tal vez podamos evitar que la lava rugiente que arroje nos caiga encima.

Igual que sucede en geología, es muy difícil predecir el curso de la Historia. Aunque seamos capaces de identificar los contornos de los grandes bloques geográficos en que se agrupan los seres humanos, difícilmente podremos predecir cuándo, o dónde exactamente, va a sobrevenir un seísmo histórico. Nuestro único consuelo es que, como en vulcanología, si somos suficientemente perspicaces tal vez podamos evitar que la lava del próximo volcán nos queme los calcetines.

Apenas iniciada la reciente curva histórica, que nos podría conducir de regreso a la Edad Media, es muy difícil adivinar su trazado, en parte porque siempre hay un elemento aleatorio en los grandes movimientos humanos. Pero es tentador tratar de adivinar sus contornos a medida que nos internamos en ella, como el conductor que se enfrenta a una carretera sinuosa y desconocida.

A escala histórica, son tantas las cosas que han sucedido desde la caída del Muro que, según la perspectiva que uno adopte, casi cualquier cosa podría suceder. Hay demasiados árboles para saber dónde comienza el bosque. Empezamos a ser muchos los que pensamos que la Unión Europea ha fracasado y, en cualquier caso, la idea parece cada día menos descabellada. Pero ¿cuál será el desenlace de esta lenta caída a los infiernos? ¿Realmente desaparecerá la UE? Al fin y al cabo, también en Estados Unidos hubo antaño una gran depresión, y el país consiguió recuperarse.

Hay quien argumenta que la salida de la gran depresión fue posible gracias a la catarsis de la segunda guerra mundial. Las sociedades humanas tienen inercia y, al igual que está sucediendo ahora en Europa, los seres humanos nos resistimos a aceptar que ese pasado feliz, tan reciente aún en nuestra memoria, probablemente nunca regresará. Desde luego, esa misma inercia fue la que hizo pensar a millones de personas en todo el mundo que la vivienda que se acababan de comprar se revalorizaría un diez por ciento todos los años hasta el fin de los siglos.

En física, ese tipo de inercia se llama histéresis. Si sometemos a un campo eléctrico una cinta impregnada con óxido de hierro, la cinta se magnetizará. Pero si, a continuación, hacemos desaparecer el campo eléctrico, la cinta no retornará completamente a su estado inicial, sino que conservará una cierta 'memoria' de su antiguo magnetismo, que en los años 70 se utilizaba para grabar música en forma de cassettes.

En economía se habla también de histéresis cuando, en periodos de gran desempleo, los trabajadores que conservan su puesto de trabajo presionan para conseguir un nivel de sueldos desproporcionado, que impide que los desempleados encuentren trabajo de nuevo y, por lo tanto, que la economía se recupere.

La inercia y la memoria reciente parecen ser los dos grandes motores de los acontecimientos, hoy, en Europa. Los industriosos alemanes se resisten a compartir sus ahorros con países dilapidadores de un dinero que 'algún día pagarán', y quienes han vivido durante años en el cuento de la lechera se resisten a aceptar que ese futuro soñado nunca será realidad, sobre todo cuando los partidos políticos y los medios de comunicación llevan años convenciéndolos de que aquellos espejismos eran derechos adquiridos, e incluso 'conquistas sociales'.

Esta diferencia radical entre el norte y el sur de Europa parece delimitar la línea de separación entre dos grandes placas tectónicas sociales. A estas alturas, pocos en su sano juicio son capaces de imaginar una Unión Europea en la que griegos y alemanes, por ejemplo, compartirían gobernantes, horario laboral, régimen fiscal y niveles de ahorro. Difícilmente, pues, podrán seguir compartiendo moneda eternamente.

La ruptura del euro en Grecia sería (¿será?) una primera ficha de dominó que probablemente arrastre a otras en su caída. Nadie sabe cuántas, y el próximo siglo en Europa dependerá de hasta dónde llegue el tsunami si lo peor llega a suceder. La lógica de deudores y acreedores apunta a que los siguientes en la lista podrían ser España, Portugal, Irlanda, Italia y -lo siento por el ectoplasma de de Gaulle- Francia. Más o menos por este orden. Por supuesto, ninguna economía planetaria imaginable sería capaz de soportar esa cadena de seísmos, al cabo de los cuales las nuevas placas tectónicas mundiales podrían quedar claramente configuradas.

En este contraste radical de pareceres Alemania no está sola. En caso de ruptura, Holanda, Finlandia, Austria y muchos de los países de la antigua URSS podrían alinearse con ella. Al otro lado del canal, el Reino Unido se mantiene expectante: el Continente -oh, dear- podría volver a quedar aislado y, de todos modos, los British nunca simpatizaron mucho ni con el mastodonte burocrático europeo ni con la pérdida de soberanía a que se veían empujados.

El problema, como siempre, está en las fronteras. La llamada 'primavera árabe' podría terminar uniendo a los países musulmanes del norte de Africa, tradicionalmente divididos hasta ahora. Ante esa nueva realidad, el experimento turco de 'islamismo moderado' podría sentirse alentado a rememorar su pasado imperial. Al fin y al cabo, Grecia empieza a ser el flanco más débil de una exhausta Europa, y el conflicto de Chipre lleva varios decenios congelado.

Quizá por suerte para nosotros, los musulmanes también tienen sus problemas, que cabría resumir en una guerra larvada entre la sunita Arabia Saudita y la chiita Irán. Es posible que esa confrontación sorda sea lo que ha salvado a Europa hasta ahora de un futuro todavía más sombrío. Las mezquitas florecen en este continente como setas en otoño, y un desglose de nuestro crecimiento demográfico augura un futuro poco halagüeño para la tradición cristiana en la región. No digamos ya laica.

La placa tectónica musulmana tiene a su favor un arma formidable: el petróleo. No tiene capacidad militar para emprender una guerra clásica contra Europa o China, pero tampoco la tenía España para enfrentarse a las tropas de Napoleon Bonaparte. Seguramente los imanes de las mezquitas europeas predican la paz pero, en caso de conflicto, sus fieles pueden convertirse en temibles granitos de arena en el engranaje del viejo reloj europeo.

En el continente americano, la placa tectónica de Estados Unidos está más debilitada de lo que parece. Japón, probablemente el país más espartano del mundo en su actitud hacia el trabajo, lleva veinte años intentando salir de una crisis parecida, sin conseguirlo. El dólar sigue siendo la moneda de las transacciones internacionales, pero la deuda de Estados Unidos es delirante y, si se confirmara el estancamiento de su recuperación, el único imperio superviviente del siglo XX podría estar llegando a su fin.

Al sur de Estados Unidos, en cambio, las cosas parecen ir un poco mejor, aunque de manera desigual. Brasil, Chile y Colombia, y tal vez México, podrían ser un motor de prosperidad en la región en los próximos años, aunque también podrían tropezar con dos obstáculos serios en su camino: la tentación del caudillismo, siempre latente en América Latina, y la posibilidad de que, exceptuando a ellos mismos, no encuentren a nadie a quien vender sus productos.

Es el mismo problema al que posiblemente se empieza a enfrentar ya China, inmersa además en una gigantesca burbuja inmobiliaria, con un enorme porcentaje de su población todavía en la miseria, y sin la flexibilidad que le proporcionaría una verdadera economía de mercado.

Aunque, en realidad, es posible que la pieza clave en esta apasionante partida de ajedrez sea la placa tectónica rusa, a mitad de camino entre Oriente y Occidente (no sólo geográficamente). Rusia tiene la llave del gas que abastece a Europa y, de Niza hacia arriba, los inviernos son realmente fríos, hermano. Las alianzas que establezca Rusia en los próximos años serán, probablemente, las balizas que nos indiquen la trayectoria de esa curva que, nos guste o no, podría terminar depositándonos no muy lejos de la Edad Media. La Historia, a veces, tiene esos caprichos.


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