Odiaba las imperfecciones del Universo. El contorno absurdo de los océanos, la asimetría desafiante de la patata, el caos de las estrellas salpicando la noche. Por eso, año tras año, había trabajado, robando horas al sueño, en el gran invento de su vida: la bala perfecta. La bala que nunca se detendría. El proyectil que atravesaría los obstáculos más formidables y que, desafiando la fuerza de la gravedad, alcanzaría inexorablemente su destino. Por fin, una mañana, bajo unas nubes grotescamente irregulares, se asomó a la ventana. Con ayuda de un mapa y de una brújula, escogió fríamente su blanco y disparó.
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domingo, 27 de marzo de 2011
La bala perfecta
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domingo, 13 de marzo de 2011
Homo ceremonialis
Tendría que volver a leer a Cortázar para averiguar si, como sospecho, mi afición a sus cuentos fue un pecado de juventud. Uno de los pocos que recuerdo es Las ménades, una versión moderna del mito de las bacantes trasplantado a una sala de conciertos. El cuento, publicado en los años 50, tiene el mérito de ser premonitorio. Se anticipa en diez años a la ola de histeria juvenil que desencadenaron las actuaciones de los Beatles, aunque se equivoca en sus protagonistas. No fue la clase media, que él probablemente odiaba, la que se abandonó a tales excesos, sino todo lo contrario. Fueron precisamente los hijos de aquella clase media los que, en lugar de regenerarla, se entregaron a tan desenfrenados modales.
Si uno lo piensa fríamente, hay siempre algo de excesivo en los vítores de los espectáculos. El público, vagamente consciente de que el diálogo entre unos pocos y una multitud es imposible, se limita a aplaudir o a proferir gruñidos colectivos en loa o repulsa de lo que acaba de presenciar. No es sólo una expresión de agrado o disgusto, sino que tiene algo de personal. Muy rara vez he visto aplaudir o abuchear una película, pero jamás he asistido a un concierto cuyos asistentes hayan permanecido en silencio al terminar la interpretación. Que, por cierto, sería lo más deseable, ya que el estruendo del aplauso destruye la magia del placer recién experimentado. Pero, de alguna manera que yo nunca he entendido, el público parece disfrutar compartiendo ese placer con la masa. No es un comportamiento racional, ni individual. ¿Alguien aplaude alguna vez después de consumar una relación sexual?
El aplauso responde a un impulso atávico de comunicación con la masa. Es un residuo del primo gorila que todos, presumiblemente, llevamos dentro. La pandilla de adolescentes, la banda de salteadores, la peña futbolística, la tribu o la nación ejercen sobre los seres humanos un magnetismo al que, pasado cierto umbral, es difícil resistir. No es casual. Las masas tienen una gran virtud: perdonan los pecados. Si una persona sola se enfurece con gritos, pateos y aspavientos por el lamentable libro de Ruiz Zafón que acaba de leer, muchos pueden pensar que está loca, aunque quizá se sumen a ella si, en una sala abarrotada de público, observan a ese mismo autor recibiendo el Premio Cervantes.
Se podría pensar que el atractivo irresistible de la masa proviene de esa ausencia de censura, de la posibilidad de aflojarse el cuello de la camisa social y comportarse desordenadamente. Pero hay veces en que el comportamiento de la masa es todo lo contrario. Ante la puerta de embarque del aeropuerto, los pasajeros empiezan a formar cola mucho antes de lo que parecería razonable, teniendo en cuenta que sus asientos están numerados y que, a nada que presten atención, el avión no despegará sin ellos. No sólo eso, sino que incluso se aproximan físicamente más de lo necesario a quien tienen delante. El celo obsesivo de los familiares de la Inquisición frente a la herejía, real o imaginada, o los marciales desfiles de las juventudes comunistas o nazis con sus uniformes y sus banderitas nos muestran esa otra cara extrema de las masas: el orden sin fisuras.
Estas dos variantes de comportamiento responden a la característica que mejor define la especie humana: la versatilidad. Los borregos son siempre gregarios, pero las hormigas obedecen unas pautas de conducta muy sofisticadas. Nosotros podemos congregarnos en estadios gigantescos dejándonos el cerebro en el guardarropa, pero también circular por complejas redes de autopistas guiándonos únicamente por señales simbólicas. En el reino animal hay especies genéticamente hermafroditas, fetichistas, pederastas, exhibicionistas, sádicas o masoquistas pero, sea cual sea la "perversión" que la naturaleza haya creado, siempre encontraremos a un ser humano que la haya practicado o fantasee con practicarla.
Quizá sea esa misma versatilidad la que nos hace necesitar normas y practicar ceremoniales para estructurar nuestras vidas. Aunque posiblemente no nos demos cuenta de ello, una buena parte de nuestro comportamiento social responde a convenciones preestablecidas, desde darse la mano a guisa de saludo hasta vestirse a la moda. Algunos de estos actos son miméticos, como esas frases que muchos repiten sin pensar, sólo porque circulan de boca en boca. Pero otros automatismos, quizá la mayoría, los practicamos simplemente porque está mal visto no hacerlo, como el estribillo a los estornudos ajenos, o ese absurdo "que aproveche" de los comensales (¿acaso alguien come para que no le aproveche?).
El pudor es otra convención curiosa. Una mujer puede sentirse ofendida ante la mirada de un varón colándose por algún resquicio de su vestimenta (que ella misma ha escogido ponerse), pero se exhibirá en topless sin reparo alguno en cualquier playa concurrida. Necesitamos sentirnos aceptados o justificados por la masa, pero hay que tener cuidado de no confundir la masa con la sociedad. Un simple grupo de amigos en vena gamberra puede servirnos para un desahogo aunque, a efectos prácticos, suele ser preferible una secta o un partido político (no estoy muy seguro de hasta qué punto son dos cosas distintas), una logia masónica, una nación victimista, un sindicato, una generación de intelectuales o el gremio de dentistas.
Supongo que es utópico aspirar a una sociedad sin tribus. Los individuos tienen intereses y, querámoslo o no, tenderán a agruparse en torno a ellos. Lo que una sociedad sana debería evitar es que sus integrantes se comporten como masa, y no como individuos. Que las ideas degeneren en ideologías. Que el poder esté configurado en términos de tribus, y no de intereses. Las personas podemos ser maniáticas, caprichosas, exigentes o soberbias pero, mal que bien, tenemos capacidad para aceptar la diversidad de nuestros semejantes. Las tribus excluyentes, no. La masa es totalitaria.
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Palabras clave: ritos ceremonias masas irracional tribus pudor aplauso Inquisición
sábado, 5 de marzo de 2011
Las vacaciones del Sr. Bernanke
¿Gratis? Entonces, ¿quién pagaba las vacaciones del inglés?
La respuesta es desconsoladoramente abstracta, pero real: las vacaciones del inglés las pagaban todos los habitantes de la isla, en forma de... inflación. Parece difícil de entender, pero imaginémoslo de otra manera. Si los billetes de banco fueran ovejas, los isleños habrían dejado de pagar con ovejas para pagar con promesas de ovejas, con lo que las ovejas reales serían un bien más escaso y subirían de precio. En términos económicos: cuando la masa monetaria en circulación aumenta, los precios suben.
Teniendo en cuenta las cantidades ingentes de dinero que los bancos centrales se han sacado de la manga en los últimos años para tapar los agujeros de la banca, las perspectivas son escalofriantes. Es cierto, de momento todo ese dinero no circula. Los consumidores desenfrenados se han convertido en ahorradores desesperados, y los bancos tienen demasiadas hipotecas impagadas para pensar en otorgar otras nuevas. Pero, ¿qué sucederá cuando todos esos trillones de dólares se pongan en movimiento?
En cierto sentido, ya lo han hecho. En USA, la Reserva Federal está comprando (es decir, pagando con promesas) cantidades masivas de bonos del Tesoro, que consiguen así mantener unos tipos de interés muy bajos. En vista de lo cual, los inversores prefieren acudir a China o Brasil, donde la economía va bien y los tipos de interés son más jugosos. Como en esos países no hay tantos ahorradores y el dinero circula, la masa monetaria aumenta y los productos se encarecen. Y, para cerrar el círculo, nosotros terminamos comprándoselos... más caros. En otras palabras, la Reserva Federal está exportando inflación al resto del mundo. Felices vacaciones, Sr. Bernanke.
Aunque quizá no todo está perdido todavía. En una de esas playas de ultramar que don Fred utiliza para estimular la economía americana sin gastarse un duro se yergue, atenta, una implacable vigilante llamada Angela Merkel. Más nos valdría escucharla.
Doña Angela Merkel está preocupada, y ella sabe bien por qué. En 1914, al comenzar la primera guerra mundial, Alemania abandonó el patrón oro e introdujo como moneda el marco de papel (Papiermark), que en aquellas fechas se cambiaba a razón de 4,2 marcos por dólar. En agosto de 1923 hacía falta un millón de marcos para comprar ese mismo dólar, y dos meses después la inflación en Alemania alcanzó el 29.500% mensual.
Se cuentan muchas anécdotas de aquellos años. El grabadista Alfred Kubin, que, aconsejado por sus amigos, había invertido todos sus ahorros en bonos de guerra, decidió vender una casa de su propiedad. Terminada la transacción, acudió con el dinero a la tienda más próxima, a donde llegó apenas a tiempo para comprar una estufa. En las fábricas, los obreros cobraban dos veces al día. Sus mujeres aguardaban a la puerta de la empresa y, en cuanto recibían la media paga, salían literalmente corriendo a la tienda de comestibles, donde el tendero borraba y reescribía constantemente los precios sobre una pizarra. Se cuenta también la historia de una familia que había tenido que vender todas sus propiedades para emigrar a América. Cuando llegaron al puerto, sin embargo, su dinero no sólo no llegaba para pagar el pasaje del barco, sino que ni siquiera alcanzaba para regresar en taxi a la ciudad.
La tragedia de la inflación alemana, que influyó decisivamente en el ascenso de Hitler al poder, tenía un precedente, aunque no tan dramático: en Francia, durante la Revolución de 1789, los precios llegaron a subir un 143% al mes. Pero ni la inflación jacobina ni la alemana de los años 20 han sido históricamente las peores. Pongamos a prueba nuestra imaginación.
En 1938, un billete de un dracma le duraba a un griego en el bolsillo 40 días. El 10 de noviembre de 1944, ese mismo billete pasaba de mano en mano cada 4 horas, y los precios se estaban multiplicando por dos cada 4,3 días. Al día siguiente, el Gobierno griego introdujo el "nuevo dracma", que sustituyó los billetes antiguos a razón de 50.000 millones por uno.
La guerra de Yugoslavia, sin embargo, convirtió la inflación griega en una menudencia. En 1994, los precios subían en Yugoslavia un 64,6% cada día, es decir, 313 millones por ciento al mes. Un producto que al comienzo de la inflación costara 1 dinar terminaría vendiéndose, pocos años después, por 50 billones de dinares. Como los ceros no cabían ya en los billetes, se introdujo sucesivamente el "nuevo dinar", que equivalía a 1 millón de antiguos dinares, seguido del "nuevo nuevo dinar", que reemplazaba 1.000 millones de nuevos dinares, y, finalmente, el "super dinar", que valía 10 millones de "nuevos nuevos dinares".
Pero los yugoslavos se quedaron todavía cortos. En noviembre de 2008, la cesta de la compra subía en Zimbabwe a razón de 79.600 millones por ciento al mes. La máquina de imprimir billetes echaba humo. Cuando se introdujo el billete de 100 millones de dólares zimbabwenses, el precio de una barra de pan pasó de 2 millones a 35 millones de la noche a la mañana. En julio de 2008, sin embargo, la impresión de nuevos billetes se detuvo: el Gobierno se había quedado sin papel.
Sin embargo, los zimbabwenses todavía pudieron consolarse. En la primera mitad de 1946, la inflación mensual en Hungría alcanzó los 13.600 billones por ciento. El billete de mayor cuantía que se llegó a imprimir valía 100 trillones de pengos (un 1 seguido de 20 ceros). Los precios se duplicaban cada 15,6 horas, y las monedas desaparecieron de la circulación, ya que el metal que contenían valía mucho más que su valor nominal. El Gobierno, desbordado, adoptó una moneda especial para los envíos postales, cuyos precios anunciaba diariamente por la radio. En 1946, cuando finalmente se sustituyó el pengo por el forint, la totalidad de los billetes en circulación en toda Hungría valía la décima parte de un centavo de dólar USA.
Siempre es un poco violento tener que decir estas cosas, pero ¿sería usted tan amable de pagarse sus vacaciones, Sr. Bernanke?
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Palabras clave: inflación Merkel Bernanke
jueves, 3 de marzo de 2011
Adivinanzas
Y ahora, la guinda. Con el corazón en la mano, ¿cuál de las dos imágenes siguientes os emociona más?
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