domingo, 8 de febrero de 2009

Charlas con nadie

La cosa viene de antiguo. Todo arrancó, quizá, con mi viaje a Cuba en 1984. El año de Orwell. Antes de aquello, yo había conocido varios países socialistas del este de Europa. Pero mi horror ante aquellas sociedades de pesadilla se había quedado aletargado, en un compartimento estanco, de tal modo que no me impedía seguir perteneciendo a la gran 'famila' de la izquierda. Aunque yo no era consciente de ello, en algún lugar de mi bulbo raquídeo sabía que la disidencia, el Gran Tabú, significaba simple y llanamente la postración: quedarse solo. Exactamente igual que sucede en el seno de los hare krishna, de los testigos de Jehová o de la secta Moon.
Estuve en Praga en 1971, sólo tres años después de la invasión de los tanques rusos que yuguló la tímida 'primavera de Praga'. Que nadie crea que la primavera de Praga era un experimento capitalista. Ni mucho menos. Fue, simplemente, un intento de humanizar el socialismo con un pequeño margen de libertad y una cierta dosis de reformas. Algo así como una perestroika veinte años antes de tiempo. Yo estaba todavía muy poco politizado por aquel entonces, pero mis dos acompañantes no. Uno tenía simpatías maoístas, y el otro, trotskistas. Si mal no recuerdo.
Antes de emprender el viaje, ellos habían escrito a algún organismo oficial checo solicitando información y, tal vez, ayudas para nuestra estancia en Praga, alegando que éramos estudiantes. Los países socialistas, me decían, daban todo tipo de ayudas a los estudiantes. Al cabo de un tiempo, recibieron una carta escueta en la que se nos remitía a una dirección en Praga, sin especificar demasiado.
Cuando llegamos a aquella dirección, resultó que era una oficina de turismo como cualquier otra. Un funcionario avinagrado nos informó de que el hecho de ser estudiantes no significaba nada para él, y nos ofrecía dos alternativas: o un camping en las afueras de la ciudad, o el Interhotel Flora, un hotel de cuatro estrellas en el centro de Praga. No recuerdo por qué, no tuvimos más remedio que alojarnos en el hotel, cuya tarifa durante tres o cuatro días equivalía a todo el dinero que llevábamos ahorrado para pasar allí dos semanas.
De modo que acortamos la estancia. Por lo que a mí respectaba, un solo día era ya demasiado tiempo en aquel país de pesadilla. Repito lo de 'pesadilla' porque no encuentro otra palabra que describa el horror cotidiano de aquella Checoslovaquia socialista. Todo allí era gris: las fachadas, el cielo, el Moldava, los rostros de los transeúntes. Era un mundo kafkiano. No había cines ni teatros ni terrazas. Los únicos lugares públicos que pudimos frecuentar eran una especie de bares, allí llamados 'restaurace', lóbregos y desaliñados, con los manteles llenos de lámparas, donde solamente servían cerveza en grandes jarras. Eso sí, la cerveza era excelente. Pero tal vez no era sólo la calidad de la cerveza lo que llenaba las calles de borrachos a cualquier hora del día. La sensación que se apoderó de mí desde el instante en que traspuse la frontera fue de totalitarismo sin piedad. El Estado estaba presente en la vida pública y privada hasta unos extremos que en la España de Franco -de la que nosotros veníamos- habrían parecido delirantes.
Tal era la opresión que allí se vivía, incluso para un extranjero inocente como yo, que a los pocos días de llegar entré en un estado mental paranoide. Se apoderó de mí la obsesión de que 'nunca saldríamos de allí', y así se lo comenté a mis dos compañeros. Ellos intentaban tranquilizarme, pero yo no respiré realmente hasta que cruzamos de nuevo la frontera y volvimos a pisar el mundo libre. Lo pasé fatal.
En la televisión española se veían con frecuencia noticias del Muro de Berlín. Cada dos por tres, algún ciudadano del 'paraíso socialista' intentaba huir del país por métodos más o menos desesperados o ingeniosos. La mayoría no lo conseguía. Lo normal era que fueran ametrallados como ratas, in situ, por alguno de los policías/militares de guardia. Era terrorífico, sí, que un ciudadano fuera asesinado por intentar salir de su propio país, pero ello no era ni había sido óbice para que en mayo del 68 o en las manifestaciones habituales de las grandes ciudades europeas se enarbolara con entusiasmo la bandera roja junto con grandes carteles de Mao, Lenin o el Che Guevara. Mirando ahora hacia atrás, la efervescencia política de aquellos años me parece uno de los episodios más absurdos de la historia de la Humanidad. Y me temo que Europa no ha terminado todavía de pagar las consecuencias.
Pero la izquierda siempre ha sido maestra en el arte de la propaganda. Es lo único que saben hacer, pero en ese menester nadie los ha superado todavía jamás. Grandes multinacionales como Coca Cola mantienen ejércitos de publicistas que alimentan permanentemente la presencia de sus productos en la sociedad, pero lo que Coca Cola vende es una bebida real, refrescante, barata y de agradable sabor. El izquierdismo, en cambio, lleva siglos vendiendo sangre, miseria y esclavitud como si fueran las frutas prohibidas del paraíso original.
Después de aquel viaje, yo me fui politizando. Los amigos que hice en la Facultad eran todos de izquierdas, aunque ninguno de ellos estaba afiliado a partido político alguno. Yo odiaba, sobre todo, a los comunistas, que tenían montada una evidente maquinaria de agitación en toda la Universidad, y cuyo discurso serpenteaba en función de unas misteriosas consignas que los agitadores obedecían ciegamente.
Yo me sentí siempre anarquista. Lo cual, por otra parte, era la única manera de nadar y guardar la ropa. En efecto, la 'familia' de izquierdas y yo nos aceptábamos a regañadientes, en la premisa de que estábamos en el mismo bando. Según aquella visión del mundo, maniquea y pueril, las personas se dividían exclusivamente en opresores y oprimidos, y nosotros luchábamos en el bando de los oprimidos. Desde luego, era difícil imaginar cómo un funcionario de policía del Berlín oriental podía estar en el mismo bando que yo, pero aquella incongruencia me permitía seguir teniendo una 'familia'. Sin saberlo, mis 'camaradas' jugaban con ventaja. Desde niño, el abandono y la soledad han sido los dos estados de ánimo que más dolorosamente he sufrido. Por aquel entonces, ser de izquierdas, para mí, significaba sencillamente no estar solo.
Mi viaje a Cuba me volvió mucho más beligerante. Antes de emprender el vuelo yo me había dejado influenciar por la propaganda pro-castrista, y acudía con una cierta simpatía por el régimen de Castro. Pero lo que vi desde el primer momento me encogió el corazón. Era la misma miseria material y moral que había conocido en Praga trece años antes, la misma opresión, la misma desidia. Yo había conocido el Haití de Duvalier, pero aquello era peor, porque en Cuba volví a experimentar otra vez la angustia paranoica del ciudadano indefenso ante un Estado todopoderoso y sin escrúpulos.
Cuando regresé de Cuba a Ginebra, proclamé a los cuatro vientos lo que acababa de presenciar. Una noche, recuerdo que me enzarcé en una acalorada discusión con dos compañeros de trabajo sobre la vida cotidiana en Cuba. Ambos eran viejos izquierdistas. Uno, peruano, el otro argentino. Y ambos negaban con vehemencia las realidades que yo había visto con mis propios ojos sólo unas semanas antes. Mi indignación no tenía límites: aquellos dos tipos estaban dispuestos a defender, con la mentira si fuera necesario, el sufrimiento de muchos millones de personas. Y, con ellos, otros millones de izquierdistas estaban sosteniendo, a lo largo y a lo ancho del planeta, aquella gigantesca máquina de propaganda que se derrumbaba estrepitosamente en cuanto uno pisaba el suelo de La Habana.
Pero yo seguía teniendo miedo de romper con la 'familia', y me negué aún durante muchos años a resolver las incoherencias que subsistían en mi mente. Seguía teniendo miedo a la soledad. Al fin y al cabo, mientras uno se siguiese burlando de los americanos la ruptura no se consumaría. Eran los tiempos de Ronald Reagan, y el odio a Estados Unidos era ya el único pegamento que podía mantenernos unidos. Porque la pasta que cohesiona a los izquierdistas es, muchó más que la supuesta solidaridad o la simpatía hacia los oprimidos, el odio visceral.
Cuando me fui a vivir a Barcelona, comprendí que el fenómeno era mucho más profundo todavía. En la España de finales del siglo XX, la izquierda había asumido las tesis de los nacionalismos regionales. El odio al general Franco los había unido, y la histeria nacionalista fue creciendo hasta el punto de que declararse español equivalía a ser tratado como un franquista. El resultado de aquella aberración era que, después de haber sufrido 23 años de dictadura franquista, yo me veía ahora abocado a padecer otra dictadura igual o peor: la dictadura de todos aquellos falangistas de provincias que, sin que nadie opusiese resistencia, se iban apoderando lentamente de la región.
En aquel estado de ánimo llegó el 11 de septiembre de 2001, con aquel terrible atentado que cambió el rumbo de la Historia. Cuando, con el horror aún fresco en mi memoria, empezaron a llegar a mi buzón de correo electrónico los primeros chistes de mal gusto enalteciendo a bin Laden, yo no me lo podía creer. Entonces, de golpe, se hizo la luz. Fue la catarsis. La revelación. La izquierda era una secta maligna, y el atentado de las Torres Gemelas había trazado una divisoria entre sus vidas y la mía. Todo en las relaciones humanas tenía un límite y yo, aquél, no podía trasponerlo.
De modo que empecé a responder sin reparos a todos los emails chistosos y a rebatir vehementemente a los sardónicos defensores del asesinato de 3000 personas indefensas. En poco tiempo, mi lista de amistades se redujo ostensiblemente. El 13 de septiembre llegué a Ginebra, a casa de mi amiga Petra, donde solía alojarme. Esa misma noche discutimos acaloradamente a cuenta de la noticia. Sus argumentos me llenaron de amargura. A la mañana siguiente, hice mi maleta y me fui a un hotel. Nunca más volví a darle noticias mías. Después, reconvine a Teresa R. por enviarme unos chistecitos de muy mal gusto, y Teresa desapareció del mapa.
Atrás fueron quedando las cenas en casa de Pedro y Sigrid, y las tertulias en Los Inmortales con el grupo de Antonia y Ricardo. Unos pocos (Andrés, Carlos) llegaron al punto de hacerme daño deliberadamente, y en México las amistades de Carilú me dispensaron una acogida glacial. En algunos casos, fui yo quien decidió distanciarse (Irene, Amparo, Mercedes), pero fueron muchos más los que, uno a uno, se distanciaron de mí, dejaron de llamarme o me retiraron la palabra: Cami, Vicente, Gonzalo, Sebas, Susana, Pau, Miguel C., Albert, Mariano, Javier, Isabel, Pepe, Muriell, y hasta mi propio hermano.
La vida está hecha de olas, y en esta etapa de nuestra vida tanto Manolo Zanzón como yo, que soy su autor, estamos en la bajada de la ola. Es lo más parecido a un exilio. Yo no soy ya aquel joven provocador que tanto temía la soledad, y es cierto que algunos -contadísimos- amigos han sobrevivido a la marejada, pero están lejos. Y confieso que muchos días echo en falta todavía un buen amigo cercano con quien poder explayarme, reír o rememorar. Precisamente por eso bauticé este blog con el subtítulo que puede leerse en la cabecera, y que me recuerda, un poco literariamente, al tenaz Odiseo, acorralado en una cueva oscura de una isla habitada por gigantescos cíclopes (de la que, por cierto, consiguió salir):
Charlas con nadie.
***************************

 
Turbo Tagger