Aún recuerdo la crisis de los 70. El precio del petróleo subió y subió, y la actividad económica mundial se quedó agarrotada. Hubo despidos masivos, efervescencia sindical y noticias sombrías en los periódicos. Y los Simca 1000 y los Citroën 2CV de la clase media de entonces se quedaron aparcados más tiempo del que sus dueños seguramente habrían deseado.
Yo ni me enteré de aquella crisis, porque de todos modos era pobre de solemnidad. Mis clases particulares me daban para ir a los cines del barrio, no fumaba ni bebía, nunca me gustaron las discotecas, y bajaba a la Facultad andando, a través de la Dehesa de la Villa.
Acabo de leer que, a pesar de las recientes reducciones de la producción decididas por la OPEP, el precio del petróleo ha descendido por debajo de 35 dólares. Es decir, la demanda sigue disminuyendo. En los años 70, el problema era que nadie podía prescindir de un solo litro sin que la economía se gripase. Ahora, por lo visto, el grado de superfluidad a que habíamos llegado permite a muchos millones de usuarios renunciar a millones de galones de gasolina diarios sin que, aparentemente, el mundo tiemble sobre sus cimientos.
Es una crisis muy rara, y nadie sabe muy bien cómo diagnosticarla. No digamos ya tratarla. El enfermo de repente tose, tiene fiebre y se marea para, pocas semanas después, hiperventilar, padecer hipotermia y sufrir una ataque de catatonia. El petróleo sube y sube, pero en seguida baja y baja. La amenaza de hiperinflación alarma a los economistas hoy, pero mañana nos despertaremos oyendo oscuros tambores de deflación. La Bolsa es una montaña rusa, las catedrales de la banca mundial se desintegran como castillos de naipes, y un día descubrimos que en Wall Street avezados expertos financieros se han dejado estafar por un vendedor de tocomochos que vivía en el Upper East Side.
Desde luego, los síntomas son alarmantes. Y lo más grave de todo, a efectos prácticos: imprevisibles. Sin embargo a mí, que he sido un gran hipocondríaco, todos esos síntomas me resultan vagamente familiares. Una pregunta me viene a los labios: ¿hasta qué punto es esta crisis psicosomática?
A primera vista, puede sorprender una sospecha así. Pero reflexionemos. El crecimiento de la 'burbuja' se debió a un acceso de euforia colectiva. El dólar baja y sube a impulsos de la aversión al riesgo. Y la Bolsa está en mínimos porque millones de personas han sacado de ella su dinero y lo han depositado en bonos del Tesoro (o debajo de un colchón): también tienen miedo. Pero la euforia y el miedo son emociones; son ajenas a la razón. ¿Bastaría con que todas esas personas reinyectasen su dinero en el mercado y se lanzasen a la calle a consumir para que la economía se recuperase? Al fin y al cabo, algo parecido es lo que sucedía hasta hace sólo un año, mientras la burbuja crecía y crecía. ¿Por qué no podría volver a suceder?
Hay algo misterioso en todo esto del dinero. Y es que el capitalismo ha evolucionado. El capitalismo es un sistema económico basado, por definición, en la acumulación de capital. Al menos, así fue en sus comienzos. Uno trabaja duramente, ahorra, y utiliza las ganancias acumuladas para generar más riqueza. Hasta aquí, ninguna objeción. Pero ¿qué tiene que ver el crédito en todo esto? El crédito no es dinero, sino expectativa de dinero. Si yo he acumulado un capital y se lo presto a mi cuñado, mi dinero deja de ser contante y sonante para convertirse en una incertidumbre. Algo así como las magnitudes de la física cuántica: dependiendo de que mi cuñado tenga éxito en su empresa o de que haya dilapidado mi fortuna en las islas Caimán, el capital que yo le he prestado existe y, al mismo tiempo, no existe. Sólo una auditoría de las cuentas de mi cuñado permitirá determinar la función de onda de mi dinero.
Tal vez habría que introducir la mecánica cuántica en la economía. Y, para las sintomatologías maníaco-depresivas del 'nuevo' capitalismo, las terapias psicoanalíticas. Porque, desgraciadamente, para este tipo de dolencias originadas al margen de la razón no se han descubierto todavía medicamentos.
jueves, 25 de diciembre de 2008
Capitalismo
martes, 23 de diciembre de 2008
Fiascos
Puede que yo esté equivocado, pero el siglo XXI podría pasar a la Historia como el siglo de los grandes fiascos.
El cambio climático, falsa denominación que en realidad debería enunciarse como 'cambio climático antropogénico' (el clima nunca ha sido estático) podría ser el más estruendoso. Para empezar, no es una realidad comprobada, sino el resultado de ciertas proyecciones. Y estas proyecciones están basadas en un volumen de datos inaceptablemente representativo, y en un ramillete de escenarios no mucho más fundamentados que las profecías de Nostradamus. Es más: el generoso volumen de fondos destinado a estas investigaciones y, cerrando el círculo, el sospechoso empeño de los investigadores por influir en los responsables de políticas y en los medios de comunicación ponen seriamente en duda la objetividad de esas proyecciones. Por no hablar ya de las simpatías allegadas de organizaciones de izquierdas, huérfanas de causas que justifiquen su empeño en llevar sistemáticamente la contraria a quienes les disputan el poder.
¿Cambia el clima? Desde que el mundo es mundo. ¿Lo estamos alterando con nuestra proliferación fabril de especie sin predadores? Existiendo el efecto mariposa, sería absurdo pensar que no. Pero ¿cómo identificar ese cambio? ¿Alguien puede explicarme cómo habría sido el planeta sin nosotros? ¿Cómo nos abasteceremos de energía cuando se acabe el petróleo? ¿Cuántas burbujas económicas volverá a haber? ¿Con qué frecuencia? ¿Cuántos meteoritos gigantes caerán, y cuándo? Etcétera, etcétera. Demasiados etcéteras y demasiadas incógnitas para no recordar desalentadoramente las predicciones de Nostradamus.
Recientemente, Lee Smolin ha observado también síntomas sospechosos, y en ciertos aspectos similares, en el terreno de la física teórica. ¿Es verificable la teoría de cuerdas? Nunca antes tantos cerebros brillantes se habían centrado al mismo tiempo en un problema específico. Treinta años de empeño de los mejores cerebros del planeta son muchos años, y también muchos cerebros. El antecedente histórico más evidente fue la búsqueda de la piedra filosofal. Y todos sabemos cómo terminó. La ciencia nunca dio sus pasos más gloriosos con zapatos de funcionario. Einstein lo fue, pero la teoría de la relatividad nació no de la Oficina de Patentes de Zurich, sino a pesar de ella.
Otro empeño tan ambicioso como la búsqueda del Santo Grial: el esfuerzo de las ciencias cognitivas por reproducir el funcionamiento del cerebro, e incluso -sea lo que sea tal concepto- la conciencia. No me parece mal. Lo que me parece más desencaminado es la vía emprendida para alcanzar ese fin. El psiquiatra Giulio Tononi asegura haber construido una definición de 'complejidad' que permite medir objetivamente "en qué medida el funcionamiento del cerebro está compuesto de funciones". La escuela anglosajona, siempre empeñada en clasificar los conceptos en cajitas... ¿Cómo definir la 'funcionalidad' del cerebro sin caer en interpretaciones? ¿No sería más objetivo hablar simplemente de 'procesos'? Queridos psico-clasificólogos: ya es poco digerible que el hijo de la araña A nazca de repente sabiendo tejer complejas redes simétricas que A era incapaz de tejer. Pero menos digerible todavía es la idea de que, accidentalmente, sus genes han sacado esa 'funcion' de una chistera llena de casualidades.
Un análisis mucho más profundo de los procesos mentales ayudaría quizá a encontrar unas bases más elementales y más objetivas (¿alguien ha dicho 'la geometría'?) con las que explicar, de una misma tacada, la semántica y la sintaxis del lenguaje natural, y la estructura del pensamiento en la mente humana (¿y por qué no, generalizando aún más, en la mente animal?). Y, de paso, quizá incluso la teoría de Darwin. En otras palabras, cómo es posible aprender, dando palos de ciego, a urdir una tela de araña.
Pero, atención: tendremos que explicar también por qué nos cuesta tanto creer que un chimpancé inmortal golpeando un teclado llegue algún día a escribir la ley de arrendamientos urbanos.
Hay algo que conviene no olvidar. La ciencia es simplemente un iceberg, bajo cuya cúspide se oculta una ingente acumulación de palos de ciego que raramente afloran a la superficie. ¿La historia del pensamiento no será en realidad un péndulo que oscila eternamente entre el racionalismo intransigente y la metafísica sufí?