lunes, 9 de mayo de 2016

Controlar el pasado

"Ya había observado yo que ningún periódico relata nunca correctamente lo sucedido, pero en España, por primera vez, vi crónicas periodísticas sin ninguna relación con los hechos; ni siquiera la relación que debería haber en una mentira ordinaria. Vi noticias de batallas cuando no había habido enfrentamientos, y un silencio absoluto cuando había habido centenares de muertes. (...) Vi periódicos en Londres reproduciendo aquellas mentiras, y a intelectuales ávidos construyendo superestructuras emocionales sobre sucesos que nunca habían ocurrido. Es más, vi que la Historia estaba siendo escrita en términos no de lo que había sucedido, sino de lo que debería haber sucedido según distintas ‘líneas de partido’".

Para quienes apreciamos el método científico, la verdad es a veces un faro en la oscuridad o una fortaleza difícil de expugnar, y el camino hacia ella está frecuentemente sembrado de rectificaciones, tentativas en vano y obstáculos formidables. Por eso, a menos que aprendamos a evitar los prejuicios y a mirar los hechos cara a cara, el camino hacia la verdad puede terminar internándonos en un laberinto.

En lo que se refiere a la Historia, nuestra verdad nunca podrá ser toda la verdad, sino lo que seamos capaces de reconstruir gracias a las evidencias que vamos encontrando. Es un trabajo delicado, porque hay que saber responder a tres preguntas clave: (1) ¿hemos tenido en cuenta toda la información disponible?; (2) ¿hasta qué punto son fiables los testimonios que conocemos?; (3) ¿hasta qué punto esos testimonios concuerdan con otras evidencias? La Gran Enciclopedia Soviética fue un contraejemplo perfecto de fidelidad a la verdad. En aras de la ideología que sustentaba el poder, sus autores distorsionaron los hechos, ocultaron realidades innegables, eliminaron de sus páginas –e incluso borraron de sus fotografías— a personajes históricos, y hasta dieron por buenas teorías ‘científicas‘ tan absurdas como la teoría genética de Lysenko, o las ideas estrafalarias de Mao Zedong sobre los métodos de cultivo.

También los nazis adoptaron extrañas teorías ‘científicas‘, no sólo sobre las razas y sus supuestos grados de perfección. La teoría de la Tierra cóncava, en cuyo centro se situaba el Sol, motivó incluso un experimento en el Antártico con la secreta esperanza de localizar, reflejados en algún extraño ángulo del horizonte, los barcos de la Armada británica durante la segunda guerra mundial.

Por suerte, ni los nazis ni los soviéticos consiguieron dominar el mundo, y la verdad ha sobrevivido a los grandes totalitarismos. Pero, ¿y los pequeños totalitarismos? ¿Qué sucede cuando una ideología consigue imponerse sobre la verdad y aspira sólo a dominar una parte limitada del mundo? Ni Cuba ni Venezuela se proponen invadir el continente americano, pero en esos países las visiones del mundo comunista y bolivariana han suplantado oficialmente la verdad y desafían tercamente la realidad de las colas, el desabastecimiento y la ausencia de libertad. No hace mucho tiempo, el presidente de Bolivia atribuyó la calvicie a la mala alimentación y la homosexualidad a la ingesta de pollo, y hace algunos años el presidente de Sudáfrica negó temerariamente la relación entre el sida y el VIH.

Declaraciones como estas son anecdóticas, pero supeditar la historia de un país a una ideología no es ya tan intrascendente. Hace algún tiempo mantuve una conversación sobre la Ley de memoria histórica con una chica lo suficientemente joven para no haber vivido la Transición. Para ella, las víctimas del franquismo tenían derecho a ser reivindicadas. Por lo visto, nadie le había explicado que ese asunto quedó zanjado en la Transición. En el bando republicano se cometieron también muchos desmanes, y al promulgar nuestra actual Constitución los dos bandos convinieron formalmente en pasar página y perdonarse mutuamente. El perdón fue sólo formal, porque la inmensa mayoría de quienes vivieron la guerra se habían perdonado ya mucho tiempo atrás. Al inaugurarse la democracia, la generación de mis padres no abrigaba ya ningún rencor ni hacia el bando enemigo ni hacia las opciones políticas adversarias.

Pero los políticos de izquierda encontraron en el antifranquismo un valioso filón, y poco a poco han ido reescribiendo la Historia a su favor sin que nadie se haya atrevido a contradecirles, por miedo a ser tachado de ‘franquista’. Hasta tal punto la han reescrito que han llegado a sustituir la verdad histórica por un laberinto. Es decir, por una trama de callejones predeterminados por los que uno debe avanzar, sin posibilidad de mirar en otras direcciones. El franquismo fue una dictadura, sí, pero si miramos a la Rusia de Stalin veremos que en España no hubo purgas ni gulags, se respetó la propiedad privada y la libertad de empresa, y a partir de los años 60 se toleró la presencia de la izquierda civilizada. Comisiones Obreras, un sindicato comunista de la vieja escuela, se formó en pleno franquismo y desarrolló una intensa actividad reivindicativa, mientras en la Unión Soviética creer en los extraterrestres era mentalmente más aceptable que evocar siquiera la palabra ‘huelga‘.

Es cierto que el general Franco implantó un régimen de censura en la prensa y en los espectáculos, pero el gobierno de la segunda República no sólo hizo lo mismo, y profusamente, sino que se inauguró cerrando más de cien medios de comunicación. Es cierto que el régimen de Franco tenía un concepto decimonónico de las mujeres, pero también es cierto que respetó su derecho de voto, promulgado durante la República frente a la enérgica oposición de destacadas feministas de izquierdas. Es cierto que el general Franco acaudilló un golpe de Estado contra la República, pero también es cierto que el PSOE había hecho lo mismo dos años antes, dinamitando en pocas semanas escuelas, bibliotecas, bancos, iglesias y abundante patrimonio histórico. Y es cierto que una parte del Ejército republicano tramaba un golpe de Estado, pero también es cierto que por esas mismas fechas el ministro del Interior visitaba sin mucho disimulo fábricas de armas ‘clandestinas’ en la sierra de Madrid, y que tanto él como las juventudes socialistas y los dos grandes sindicatos –la UGT y la CNT– declaraban públicamente su intención de acabar con la democracia ‘burguesa’. Por las buenas o por las malas.

Si la ideología imperante no nos permite mirar a través de las paredes del laberinto, nunca comprenderemos que lo que hubo en España fue una guerra civil, sanguinaria por ambas partes. Y reivindicar uno u otro bando, casi un siglo después, no sólo es anacrónico, sino demencial. La derecha española debería perder el miedo a salir del armario. Donde no hay diferentes opciones políticas no hay democracia, y el barco español empieza a estar ya peligrosamente escorado hacia la izquierda. La extrema izquierda no es menos peligrosa que la extrema derecha, y en manos de desaprensivos los chivos expiatorios han sido históricamente las armas más eficaces para acceder al poder absoluto. Cuando los totalitarios acceden al poder, los ingenuos roedores de laboratorio descubren que el laberinto era, en realidad, un callejón sin salida.

Aunque, para entonces, casi siempre es ya demasiado tarde.

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