domingo, 29 de junio de 2014

Los imbéciles felices

En realidad, el título de la canción es La ballade des gens qui sont nés quelque part. Cualquier día es bueno para acordarnos de los que han nacido en algún sitio. La canción de Brassens decía:

Es cierto, son agradables todos esos pueblitos,
esos burgos, aldeas, lugares y ciudades,
con sus altos castillos, sus iglesias, sus playas.
Tienen sólo un defecto, y es que están habitados,
y es que están habitados por personas que miran
al resto con desprecio desde allá en sus murallas,
la raza de los calvinos, de los que llevan escarapela,
los imbéciles felices que han nacido en algún sitio.

Malditos sean esos hijos de su madre patria
empalados de una vez por todas en su campanario,
que os muestran sus torres, sus museos, su alcaldía,
que os hacen ver terruño hasta bizquear.
Ya sean de Paris, de Roma o de Sète,
o de la quinta porra, o de Zanzíbar,
o incluso de Villaculos, se enorgullecen, canastos,
los imbéciles felices que han nacido en algún sitio.

La arena en que, hogareños, sus avestruces
entierran la cabeza, más fina no la hay,
y el aire que utilizan para inflar sus andorgas,
sus pompas de jabón, es un soplo divino.
Ved cómo, poco a poco, se les va subiendo el pavo
hasta pensar que la bosta que sueltan sus caballos,
aunque sean de madera, es la envidia del mundo,
los imbéciles felices que han nacido en algún sitio.

No es un lugar común el de su nacimiento,
sufren de corazón por esos infelices,
esos patosos nimios que no tuvieron la presencia,
la presencia de ánimo de nacer entre los suyos.
Cuando tocan a rebato en su precaria felicidad
contra los extranjeros más o menos bárbaros,
salen de su agujero para morir en la guerra,
los imbéciles felices que han nacido en algún sitio. 

Dios, cuánto mejoraría la tierra de los hombres
si no hubiese ni rastro de esa raza incongruente,
de esa raza importuna que medra por doquier:
la raza del terruño, de los apegados a su tierra.
Qué bella sería la vida en toda circunstancia
si no hubieseis sacado de la nada a esos lelos,
prueba tal vez cabal de vuestra inexistencia:
los imbéciles felices que han nacido en algún sitio.

(Traducción: Ricky Mango)

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miércoles, 25 de junio de 2014

La dictadura del software

El otro día me topé en un sitio web con una tira cómica muy enjundiosa. En la primera de sus dos viñetas, una persona se dirige a su teléfono móvil con ademán tiránico:

'¡Muéstrame mis correos electrónicos!
'¡Navégame hasta la casa de Juan!
'¡Quiero ver las noticias!'
'¡Envía esta foto a Lolita!'

Pero, en la segunda viñeta, descubrimos que también el teléfono le imparte órdenes a él:

'¡Cárgame!'
'¡Búscame una wifi! ¡Rápido!'
'¡Hazme un backup!'
'¡Responde a esta llamada!'

Etcétera. Lo que nos hace sonreír es descubrir que los teléfonos móviles no son tan esclavos nuestros como fantaseamos. Naturalmente, el dibujante de la tira cómica exagera. Todas esas obligaciones que nos ha creado el teléfono móvil son, en parte, el precio que hay que pagar por todo lo que nos permite hacer.

Siempre que lo necesitemos, claro. Si no necesitamos estar en contacto permanente con nuestra cuñada, sus amigas, sus hijos, los nuestros y aquel rapero tatuado que ha visto la foto de una amiga de nuestra sobrina, incluso un teléfono de un euro nos parecerá demasiado caro. Pero, aunque ese no sea nuestro caso, ¿necesitamos realmente un teléfono móvil?

El humo ciega tus ojos

Supongamos que compramos un teléfono que, cada vez que tocamos el iconito aquel en su pantalla, nos administra una dosis de cocaína nebulizada. Parece que la cosa es agradable, así que cuando se nos pasa el efecto volvemos a tocar el iconito. Zas. Otra dosis de nebulizador. Más que agradable, resulta que la cosa engancha. (Por supuesto, nuestra factura de teléfono aumenta en consonancia).

Al cabo de no mucho tiempo, parece evidente que necesitaremos nuestro teléfono móvil. Como el fabricante ha vendido millones de ejemplares, podemos felicitarnos. No sólo formamos parte de la sociedad, sino que además ¡estamos en la moda!

Los fabricantes de teléfonos están sometidos a la ley y, por lo tanto, ni se les pasa por la cabeza vender un modelo que los llevaría directamente a prisión, pero nuestro teléfono imaginario retrata vívidamente el comportamiento de muchas personas con su smartphone. Sí: es adictivo.

Fregar platos y montar en bicicleta

La adicción no es necesariamente perniciosa. Todos somos adictos a comer tres veces al día y a vestirnos para relacionarnos con (la mayoría de) nuestros semejantes. Lo que a mí me inquieta de la adicción a los teléfonos móviles es otra cosa. Mucho más abstracta.

Los primeros PCs u ordenadores tenían también algo de adictivo, pero era una adicción diferente. El placer de habérselas frente a una pantalla de fósforo verde radicaba en las posibilidades que ofrecía de multiplicar nuestro cerebro. Delegando en el computer las farragosas tareas de guardar y mantener datos, liberábamos nuestra mente para menesteres más nobles. Algo así como cocinar sin tener que fregar los platos. Al principio, el lenguaje de nuestros PCs era un tanto difícil de aprender pero, una vez aprendido, compensaba con creces nuestro esfuerzo. Algo así como aprender a montar en bicicleta.

Cuando por fin conseguíamos comunicarnos con nuestro PC, descubríamos una estructura de datos lógica y coherente, a la que nos adaptábamos sin dificultad y en la que íbamos integrando nuestros datos más o menos como estaban organizados en nuestro pensamiento. Pero esa era sólo una cara de los PCs. La otra eran los juegos. Y, desde los años 90, Internet.

Por los mares del Sur

Vayamos por partes. Los juegos de software son adictivos no porque potencien las funciones nobles de nuestro cerebro, sino porque tienen la estructura de las novelas de aventuras. He dicho la estructura. Sus personajes son mucho más pobres que en las novelas, pero la raspa de las novelas de aventuras es esencialmente un videojuego: el protagonista supera una serie de dificultades imprevistas para rescatar a su amada, conseguir un tesoro, destruir a todos sus enemigos o alcanzar una meta.

Algunas novelas de aventuras son atractivas también por la psicología de sus personajes, pero el atractivo de los videojuegos es mucho más inmediato y mucho más condensado y, por lo tanto, probablemente genera muchas más endorfinas. Tal vez no es casualidad que el auge de los videojuegos haya ido en paralelo con la desalfabetización de las nuevas generaciones.

Por otra parte, la aparición de Internet ha multiplicado masivamente la conectividad entre los seres humanos. Al principio había que tener un PC para acceder a Internet, pero pronto se vio que la mayoría de los usuarios de Internet no tenían ninguna necesidad de usar bases de datos, procesadores de texto ni cosas parecidas. Querían, simplemente, intercambiar información a un nivel muy elemental, y para eso la estructura de archivos de los PCs les venía enormemente grande. Tan grande como el propio PC, que con dificultad cabía en una maleta, y no digamos ya en un bolsillo.

Angelitos en la Nube

Al aparecer los smartphones, los PCs quedaron poco a poco relegados a quienes necesitaban estructuras de datos y herramientas para procesarlos: básicamente, profesionales. Pero muchos fabricantes de PCs no supieron subirse a tiempo al tren de los smartphones y empezaron a perder dinero. Por otra parte, los dispositivos de memoria eran cada vez más baratos y la velocidad de acceso a Internet aumentaba rápidamente. Se llegó así a un punto en que las funciones de almacenamiento y procesamiento de datos podían residir en la Red, y los usuarios quedaban liberados de muchas operaciones para las que hasta entonces habían necesitado un PC.

Estaba claro que una parte sustancial de los antiguos PCs empezaba a ser innecesaria. En la práctica, bastaba con tener un buen acceso a Internet, un procesador potente y una pantalla de tamaño suficiente para introducir datos y examinar resultados. Con una diferencia esencial: la estructura de los datos no la decidía ya el usuario, sino que ahora la proporcionaba el proveedor.

Un vuelco tan radical y tan rápido como el de los smartphones ha puesto a los fabricantes de PCs en una situación difícil. Convertir los barrocos PCs en simples procesadores con pantalla implicará probablemente una transformación dolorosa de las empresas fabricantes, y posiblemente su desaparición, ya que conectando un smartphone a una pantalla grande se puede conseguir exactamente el mismo resultado. De ahí el intento desesperado de algunos fabricantes de software (sí, me estoy refiriendo a Windows 8) por incorporar el lenguaje de los teléfonos móviles a sus programas. Adaptarse o morir. O adaptarse y, después, de todos modos, morir.

De modo que la estructura de los juegos, los lenguajes de pantalla pequeña y los proveedores de datos en línea han arrinconado a los primitivos PCs. ¿Qué consecuencias tienen esas tres novedades? Muchas. Y todas ellas deletéreas.

El mordisco del cocodrilo

Los usuarios de videojuegos son individuos libres, pero los videojuegos son algorítmicos. Un algoritmo es una serie de pasos que uno da siguiendo unas instrucciones. Cabe sospechar que el comportamiento de los animales irracionales es abrumadoramente algorítmico, pero también los seres humanos obedecemos algoritmos desde tiempos inmemoriales. Desde los antiguos senderos para atravesar el bosque hasta el enlatado de atún a que lo someten a uno en cuanto entra a un aeropuerto, una buena parte de nuestro comportamiento cotidiano es y ha sido siempre algorítmico.

No nos alarmemos todavía. Las novelas de aventuras tienen también una estructura algorítmica. Cuando el protagonista se encuentra con los malos, los vence, cuando se tiene que enfrentar a un temporal, lo capea, y cuando se estropea la hélice del barco en el que huye de los piratas, la repara. Al final, la amada se arroja en sus brazos y el algoritmo se termina. Fin.

Pero las novelas de aventuras están hechas para disfrutar, no para razonar. La realidad que describen no tiene estructura. No hay ninguna relación mínimamente compleja entre la granada que alguien tira a tu barco y el cocodrilo que se intenta comer tu pierna. Son cosas que suceden porque sí. Naipes que el escritor se va sacando de la manga.

Despacito y buena letra

También la vida es un algoritmo, como saben perfectamente las hormigas, las pirañas y los aficionados al football. Pero en el algoritmo de la vida real es conveniente pensar, a veces mucho, para sobrevivir. Hay que saber encontrar relaciones entre las cosas, porque si no lo hacemos nadie nos va a regalar los recursos de Indiana Jones, la varita del mago de Oz ni los misiles de la tecla Ctrl-J para matar extraterrestres. ¿O eso era antes?

Es tentador pensar que sí. Pero la conversión del ser humano en un animal algorítmico sólo es posible en sociedades hiperprotegidas, en las que el Estado asume nuestros riesgos y nos libera de esa fatigosa manía de pensar. Cada vez más, basta con obedecer el color de los semáforos, las indicaciones del navegador GPS, las flechas en las paredes del museo, las instrucciones de la empresa... y, por supuesto, las leyes.

Las leyes -los algoritmos en general- son uno de los dos elementos básicos que utiliza el poder para perdurar. El otro elemento es la ideología.

Una ideología es una estructura de ideas que justifica unas leyes. Todas las religiones tienen su ideología, y todas las dictaduras, y hasta todos los ministerios de hacienda. Incluso las personas tienen ideología. Pero, aunque una mayoría de la población probablemente opta por lo más cómodo y adopta ideas prefabricadas, todos tenemos -al menos en teoría- la libertad de estructurar nuestras ideas como más nos plazca. ¿O eso era antes?

No lo sé. Y no sé durante cuanto tiempo todavía tendremos libertad para razonar como seres individuales. En la Historia el poder ha cambiado muchas veces de manos, y no hay por qué pensar que no va a volver a suceder. Quizá ni ellos mismos lo sepan, pero los creadores de algoritmos y de estructuras de datos -los amos del software- tienen hoy en sus manos una escalera perfecta para ascender los peldaños del poder. Hasta la cima. ¿Terminarán usándola?


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