sábado, 14 de julio de 2012

Bocas de peces

Dicen que por la boca muere el pez. El ser humano se traiciona a veces en los comentarios más banales, y los políticos no son una excepción. Cuando José Luis Rodríguez Zapatero anunció que no volvería a presentarse a unas elecciones (que sabía perdidas), describió sus ansias de no hacer nada útil (en las que había perseverado durante los siete años de su mandato) explicando que quería ser "supervisor de nubes". Hasta las nubes tenía que supervisar este hombre. Ya se sabe que la obligación de los políticos de izquierdas -y hace ya muchos años que todos lo son- es averiguar lo que es bueno para nosotros e imponérnoslo por ley. Pero, al contrario que los seres humanos, la naturaleza es sabia. La sequía que subsiguientemente asoló España y las lluvias torrenciales en Estados Unidos fueron la respuesta de las nubes a las declaraciones de nuestro pazguato mayor: emigrar.

Sólo un año después, durante las últimas negociaciones con la UE para conseguir un dinero que nadie quiere prestar a los bancos españoles (y que la UE, a su vez, tendrá que pedir prestado, porque no lo tiene), Mariano Rajoy exclamó en privado ante sus adláteres, con tono dramático: "o resolvemos esto esta noche, o mañana nos sacan del despacho". El dramatismo estaba justificado. En público, el somnífero notario de provincias se declara muy preocupado por el desempleo en España, pero lo que realmente le enciende las alarmas es la posibilidad de que lo saquen del despacho. Y no sólo a él. En tan infausto supuesto, ¿qué sucedería con los enjambres de políticos, cuñados y amigos de políticos y cuñados de amigos de primos de políticos que supervisan créditos faraónicos y nubes en las 4.000 empresas públicas creadas exclusivamente para sus posaderas en toda España?

Para el ciudadano corriente, alcanzado ya el punto de saturación, la solución zen a la crisis económica es aceptar que la imbecilidad forma parte del paisaje. Otrora, el hijo primogénito heredaba todo el patrimonio familiar, y la única manera de colocar a los hijos tontos era metiéndolos a cura o a militar. Preferiblemente, a cura, si uno conocía las hazañas de la Armada Invencible y no sabía nadar. Pero el mundo ha evolucionado, y hoy la espiritualidad y el heroismo han perdido muchos puntos frente al iPad y el coche oficial.

Desde luego, el resultado de esa evolución ha sido catastrófico. El sacerdocio presuponía unas virtudes humanas y morales que para nuestros políticos son de origen extraterrestre pero, en fin de cuentas, con saberse el catecismo y aprender a interpretar las Sagradas Escrituras a gusto del señor obispo bastaba para llevar la parroquia sin muchos sobresaltos. Militares geniales, los ha habido, pero para el común de la tropa saber marcar el paso y desmontar el subfusil era prácticamente suficiente para asegurarse el rancho. Imagínese usted ahora esa misma mentalidad consagrada a administrar los bienes de cuarenta millones de personas, acaudilladas por líderes cuyo bagaje cultural proviene de haber leído unos cuantos comics de Spiderman y/o los números atrasados del Hola! en la peluquería.

Quizá estoy exagerando. Si me apuran, es posible que Zapatero haya leído uno o dos libros de autoayuda, y Rajoy, alguna que otra novela de Paulo Coelho. De sus declaraciones, al menos, no se colige mucho más. Me atrevo, pues, a recomendarles encarecidamente la lectura de una novela que es el trasunto de sus propias biografías: 'Dracula', de Bram Stoker.

La democracia, sin embargo, tiene una virtud irrebatible: es representativa. A Franco lo podíamos acusar de estar al servicio del Concilio de Trento, del ideario falangista o del sol geopolítico que más calentase en cada momento, pero a nuestros gobernantes los hemos elegido nosotros. No yo, desde luego, pero sí una mayoría suficiente de mis semejantes. ¿Realmente estábamos peor en Atapuerca? Cuando uno lee las noticias sobre los desmanes de nuestros políticos en los últimos 35 años, los intercambios de favores, el reparto de subvenciones, las intrigas periodísticas, la basura audiovisual, el hundimiento de la Universidad, los saqueos tribales de las autonomías, los cambalaches con jueces y fiscales, los delirios urbanísticos a crédito o el analfabetismo rampante, uno no tiene más remedio que preguntarse cómo es que en España todavía hay calles con aceras.

¿Era toda esta prosperidad de las últimas décadas sólo un gigantesco buñuelo de viento? Al fin y al cabo, ¿qué produce España para sobrevivir, además de tomates de invernadero y moscas en las mesas de los bares de playa? El crédito se ha terminado y, con él, el espejismo se ha esfumado. Devuelvan ustedes al banco las llaves del piso con jacuzzi y simulador de olas, cambien el BMW por una bicicleta de segunda mano y los pasajes del crucero por impresos de la loto, recuperen el botijo del desván del abuelo, y túmbense ustedes a echar la siesta bajo el algarrobo más cercano. En verano, en España, hace mucho calor.

Ah, y por supuesto sigan votando a todos esos clones del personaje de Bram Stoker. No se quiebren mucho la cabeza. En esta Vetusta eterna, es lo que hay.


Se me ocurre que viene a cuento aquí este soneto que escribí hace ya algún tiempo, recién instalado en España después de varios años viviendo en el norte de Europa. Tardé sólo unos cuantos meses en volver a marcharme:



              PASEN, SEÑORES

(A dos gatos españoles, que me despertaron 
a las siete de la mañana, jodiendo)

La entrada es gratis: cruce la frontera
y súmese también usté a la fiesta.
No sea cenizo. ¿Tanto le molesta
el polvo, los incendios, la escombrera?

No grite, como ellos: la sordera,
más que de oído, es trance de la testa.
Ah, y sea cauto: a la hora de la siesta
pueden muy bien robarle la cartera.

¿No sabe dónde está? ¿No reconoce
el sol, los bares, la fritanga, el goce
de jugarse hasta la última pestaña,

los crímenes, las hembras, los cojones,
el pan con toros, fútbol y elecciones?
Pues es muy fácil: está usté en España.



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