sábado, 31 de enero de 2009

El pueblo

Cuando despertó, los dos vagabundos ya no estaban. En el cielo, las nubes eran todavía turbias y amenazadoras, pero no llovía. Se incorporó, se sacudió la tierra de los pantalones y, pausadamente, echó a andar hacia el pueblo.

Mientras caminaba, los recuerdos acudían a su memoria, agolpados y confusos. Parecía como si la riada los hubiera arrastrado también a ellos, emborronando las fronteras entre los más antiguos y los más recientes. En medio de aquel maremágnum, el Manolito Zanzón de su infancia y el Zanzón ministro, los huéspedes de la pensión y los conspiradores masónicos, la prostituta de los kimonos y la valerosa Remedios Raposo, todos navegaban ahora en una misma barca, protagonistas por igual de un único aquelarre lejano en el tiempo en el que era imposible discernir años, días o minutos.

Las primeras calles del pueblo estaban desiertas. Continuó caminando hacia la iglesia, cuya torre veía asomar por encima de los tejados. Desde las ventanas, ninguna mirada parecía vigilar sus movimientos. La calzada, de tierra, estaba todavía salpicada de charcos, pero entre sus dientes la sensación era de polvo. Polvo, o arena de desierto. Entrecerró los ojos. Nunca había estado en un pueblo fantasma.

En la plaza principal sólo había un carro abandonado. Silbaba el viento. En la oscuridad de un zaguán le pareció ver por un instante, fulgurando, los ojos de un gato. Se detuvo en mitad de la plaza y miró a su alrededor. En aquel lugar del espacio y del tiempo, sin seres humanos ni referencias, todas las direcciones le parecían iguales. Se sentía como una veleta empujada a capricho por el viento. ¿A dónde ir? Entonces reparó en un detalle: la puerta de la iglesia estaba abierta. Y echó a andar.

Allí dentro la única luz que había, débil y cenizosa, descendía de los vitrales. Avanzó casi a ciegas hasta llegar a la última fila de bancos, y se sentó. Sus ojos tardaron un rato en acostumbrase a la penumbra. Distinguió primero el rectángulo del altar recortándose en las sombras, y después, colgando a ambos lados, cuatro faroles apagados, como botafumeiros, que descendían del techo. Las paredes estaban desnudas. Al fondo, en uno de los ángulos, distinguió borrosamente el bulto de un confesionario y, tras él, una escalera de caracol que ascendía hasta una puerta de madera, cerrada. Se levantó.

La escalera no era más ancha que el cuerpo de una persona. Mientras subía por ella, allá afuera el sonido del viento se hacía más agudo, casi como el de un gato enfurecido. ¿Cómo se llamaba aquel pueblo?

Hizo girar el picaporte, y la puerta se abrió a un corredor oscuro que discurría paralelamente al muro lateral de la nave. Avanzó tanteando las paredes. Su brazo tropezó con un perchero del que colgaba una sotana. Se apartó. El frío de las baldosas atravesaba las suelas de sus zapatos. Unos veinte pasós más adelante, se detuvo. El pasillo doblaba a la izquierda. El ruido del viento había desaparecido. De pronto, se topó con otra puerta. Giró el picaporte y, al empujar la hoja de madera, la luz de la nave principal iluminó una pequeña habitación que daba directamente sobre el altar. Ante él, tal como había supuesto, reconoció inmediatamente el marfil amarillento de las teclas del órgano.

Sus dedos se posaron sobre ellas. Todavía no había aprendido a tocar. Cerró los párpados, y sintió dos lágrimas calientes deslizarse sobre sus mejillas. Aquella encrucijada, pensó, era exactamente su vida: un itinerario sin rumbo, un órgano sin voz en un pueblo deshabitado. Algo tenía que estar fallando.

Años atrás, aquel Manolo aún adolescente había abandonado a su familia en busca de nuevos horizontes. Desde entonces, todos los caminos que emprendía habían terminado desviándose. ¿Qué era lo que había hecho mal? Tal vez no había entrado a Madrid por el lugar adecuado.

Tendría que intentarlo de nuevo.

Pero, ¿por dónde?

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domingo, 25 de enero de 2009

Meta-Física

Ignoro si la palabra 'metafísica' tiene algo que ver con la caverna de Platón. El prefijo 'meta' significa 'más allá de', y la idea de que las cosas tienen una explicación más allá de la realidad tangible sintoniza bastante con la idea de que estas patatas fritas que estoy ensartando en mi tenedor son, en realidad, un simple reflejo de unas 'metapatatas fritas', y lo que yo creía mi apartamento es en realidad una cueva.

Lo cierto es que, después de unos cuantos siglos de filosofía incrédula -que no otra cosa es la ciencia-, las explicaciones de la realidad que leemos en los libros de divulgación científica distan mucho de la sensación inmediata que nos producen el olor, el color y el sabor de unas patatas fritas humeando en nuestro plato. El gemelo de Einstein que viajaba a la velocidad de la luz regresó a un planeta en el que su propio tataranieto había pasado a los libros de historia, y el solo pensamiento de que un enano microscópico no pueda predecir cuándo su pelota atravesará la pared del frontón en lugar de rebotar en una dirección impredecible desafía al más sensato.

¿Estoy haciendo trampa? Sólo aparentemente. Es cierto que la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica son construcciones matemáticas rigurosas y -lo que es más importante- verificadas experimentalmente. Pero la lógica cotidiana, la que usamos para sobrevivir y tomar decisiones todos los días, está mucho más vinculada a nuestras percepciones. Todas las mañanas esperamos que el sol salga y se ponga a una hora predecible, que los relojes no se aceleren ni se detengan, y que la lluvia caiga desde lo alto y no al revés. Más allá de estas expectativas, lo que pudiera o no suceder pertenece, en la práctica, al reino de la fantasía.

Con todo, nos hemos ido acostumbrando a la idea de que la lógica cambia a medida que aumenta o disminuye el tamaño de sus súbditos. Lo cual, por cierto, parece absurdo: ¿acaso la lógica no es un concepto abstracto, independiente del espacio y del tiempo? Sería lógico pensar que sí. (¿Lógico, he dicho?)

Pero, en fin, nos hemos acostumbrado, y de hecho todas esas lógicas 'ilógicas' nos han permitido materializar viajes a planetas lejanos, microscopios de una potencia casi inimaginable o imágenes de nuestro reciente esguince mediante resonancia magnética nuclear. La cueva de Platón, en cambio, sólo nos ha servido hasta ahora para subvencionar a una larga saga de filósofos más o menos imaginativos: Galileo, 1 - Platón, 0.

La diferencia decisiva entre Galileo y Platón es que Galileo no se limitó a conjeturar, sino que construyó un telescopio para poner a prueba sus conjeturas. Aquel primer paso de Galileo abrió las puertas a la astrofísica moderna, y desde entonces nuestro conocimiento del Universo no ha hecho más que avanzar.

Sin embargo, la Luna y el Sol y los planetas están tan cerca de nosotros -astronómicamente hablando- que no necesitamos abjurar de nuestra lógica ordinaria para explicarlos. Tenemos que hacer un zoom gigantesco con nuestro telescopio para empezar a observar fenómenos extraños que nos obligan a echar mano de esas otras lógicas 'ilógicas'. Así, poco a poco, hemos ido concibiendo ideas aparentemente tan descabelladas como el big bang, el vacío virtual, los agujeros negros o, más recientemente, la materia oscura. Y verificándolas.

¿O no?

No del todo. De hecho, nadie está seguro de haber visto alguna vez un agujero negro o una evidencia irrefutable de su existencia. Y mucho menos de la materia oscura, de la energía oscura o de otros nuevos conceptos que están irrumpiendo últimamente en el vocabulario de los astrofísicos.

Por ejemplo, el 'flujo oscuro', cuyas causas habría que situar más allá del mismísimo horizonte de nuestro universo. O la 'inflación eterna', según la cual nuestro universo sería simplemente una burbuja más de un multiverso en perpetuo burbujeo. O el modelo de 'universo fractal', infinitamente complejo y siempre similar a sí mismo en todas las escalas. O la fantástica idea de que -como sucede en el horizonte de los agujeros negros- nuestro universo es, en realidad, nada más que un holograma.

El caso es que cuanto más grande y más lejano sea el fenómeno que pretendemos explicar, menor cantidad de información podremos sacar de él, y más inciertas serán forzosamente nuestras explicaciones. En otras palabras: a menos que el universo tenga un límite, el número de explicaciones posibles se multiplicará hasta el infinito. Ay, Galileo. No estamos tan lejos de la metafísica.

Peor aún: todas las conjeturas que podemos llegar a construir son andamiajes ensamblados por nuestro raciocinio con sus propios materiales, pero también es concebible que los tubos y tuercas necesarios para explicar las leyes de la realidad 'real' ni siquiera existan en nuestra mente. Si aumentamos suficientemente la escala de nuestras pretensiones, ¿habrá algún 'más allá' cuya lógica 'real' nuestro intelecto, por naturaleza, es incapaz siquiera de concebir?

Es cierto que Ícaro se quemó las alas por acercarse demasiado al sol, pero nuestro problema es justamente el contrario. Nuestras alas no son de cera. Aherrojados en una cueva de Platón, fabricamos sin cesar magníficos plumajes de faisán, quizá para no reconocer que nunca volaremos más alto que una gallina.

viernes, 16 de enero de 2009

El secreto de Shakespeare

Estoy leyendo una novela titulada "The Shakespeare Secret". La compré en una librería de aeropuerto, y no le pedía mucho más que entretenimiento. De todos los thrillers que hojeé, éste parecía diferente, tal vez un poco más culto que los superventas habituales en aquel tipo de librerías. El título hacía referencia a Shakespeare, y me gustó el comienzo: "Desde el río, parecía como si hubiera dos soles poniéndose sobre Londres."

Está muy bien escrita -o tal vez debería decir 'construida'- mediante una eficaz concatenación de sustantivos, verbos y citas de Shakespeare. Adjetivos, los justos. En general, los libros anglosajones parecen estar más bien construidos que escritos, lo cual no es un demérito ni mucho menos. Yo creo más en la artesanía que en el arte. En seguida he comprendido que la novela está escrita siguiendo la estela del "Código da Vinci", no sé si por contagio temático de la autora o con la secreta esperanza de verla algún día en una pantalla.

Desde que comenzó el trasiego entre la literatura y el cine, muchos autores escriben sus historias como si estuvieran contándonos una película. Esto es casi una definición de thriller pero, en general, las relaciones entre la literatura y el cine son bastante más complejas y merecerían dedicarles, más que un libro, toda una enciclopedia.

El caso es que, pese a su eficacia narrativa, "The Shakespeare Secret" me aburre a ratos, y por las noches, en la cama, no me roba ninguna hora de sueño. Curiosamente, la trama se parece mucho a la de mi primera novela. Que, por cierto, quedó impublicada. Posiblemente con toda la razón del mundo, pero también por haber sido escrita veinte años antes de que comenzase la moda 'da Vinci'.

Antes de decidir si compro o no una novela, yo tengo que hojearla y, sobre todo, leer su primera frase. Ésta de los dos soles poniéndose sobre Londres me pareció bastante atractiva. Al atardecer, un incendio que compite gongorinamente con el sol nos da una idea previa del grado de maldad del incendiador. Y, al aclararnos que estamos en Londres, la autora nos prepara para un rocambolesco periplo por distintos continentes, bibliotecas universitarias y paisajes tan cinematográficos como Las Vegas o el desierto de Mojave.

Los primeros párrafos de una novela, sobre todo si es contemporánea, me suelen dar la clave para decidir si la compraré o no. Generalmente, el dictamen es No. Todavía recuerdo aquel voluminoso mamotreto de un tal Ruiz Zafón que me regalaron hace años, y que abandoné antes de la página 10. Me daba incluso vergüenza ajena recorrer aquella cáfila de adjetivos adolescentes para públicos poco leídos. Es el tipo de literatura que yo escribía cuando tenía 17 años.

Las primeras frases de una novela son, de hecho, un género por sí solas. Un género fascinante. Animado por esta revelación, he rebuscado en mi biblioteca algunos de mis libros favoritos, y he releído únicamente su primera frase, a veces su primer párrafo. Desde luego, pocas primeras frases como aquel "Aujourd'hui, maman est morte" de Albert Camus en "L'étranger", que en sólo cuatro palabras condensa las doscientas o trescientas páginas que vienen después.

Uno de mis thrillers favoritos de todos los tiempos es "The postman always rings twice", de James M. Cain. Comienza así: "They threw me off the hay truck about noon". Casi un telegrama. En español no queda exactamente igual: "Me echaron del camión de heno a eso del mediodía". Le falta todo el ritmo. En inglés, todas las palabras de la frase excepto una son monosílabos. Uno detrás de otro, como puñetazos. Y ese 'off' intraducible -una sola sílaba, tres letras- es, en realidad, el resumen completo de toda la novela. ¿Cómo resistirse a devorar una novela que empieza con una frase así?

Entusiasmado con el nuevo género que acababa de descubrir, he releído también primeras frases de Stendhal, de Dostoievsky, de Maupassant, de Valle-Inclán, de Chloderlos de Laclos, de Chandler. Todas tenían un no sé qué que impulsaba a leer, como mínimo, el primer párrafo completo. Pero algunas hacían innecesario el resto del párrafo. De todas éstas, me he quedado con dos.

Una, el comienzo de "A Confederacy of Dunces", del malogrado John Kennedy Toole, neciamente traducida como "La conjura de los necios". ¿Por qué 'conjura'? ¿Qué tiene de malo "Una confederación de mentecatos"? La primera frase de esta novela, desnaturalizada por la conjura de los editores españoles, dice así: "A green hunting cap squeezed the top of the fleshy balloon of a head". Es decir, "Una gorra de cazador verde estrujaba la cima del carnoso globo de una cabeza". Difícil resisitirse a seguir leyendo, ¿no?

Y, por último, una de las más espléndidas. Es la frase que da comienzo a "La Regenta", de Leopoldo Alas. Abrimos la primera página y leemos: "La heroica ciudad dormía la siesta".

Chapeau. En esta frase está todo. La ironía de ese 'heroica' nos anuncia ya la amargura del tema ("dormía la siesta": la decadencia de todo un país) y el humor indoloro con que don Leopoldo nos va a dorar la píldora. Desde luego, hay que seguir leyendo hasta el final. Pero, al terminar la novela, cuando el repugnante Celedonio termina de besar en los labios a la impresionable Ana de Ozores ("Había creído sentir sobre la boca el vientre frío y viscoso de un sapo". Punto. Fin.), hay que regresar a la primera frase y retenerla en el recuerdo, más que como un resumen, como un símbolo. Porque sintetiza no sólo una de las mejores novelas en lengua española, sino también una de las épocas más lamentables de la historia de España.

O quizá uno de los eternos retornos de la historia de España.

El otro es la guerra civil.

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martes, 6 de enero de 2009

Leer, viajar

No recuerdo cuándo fue la primera vez que oí ponderar la importancia de los libros. Debió de ser hace ya muchos años. Cuando yo era niño no existían los videojuegos ni las dislexias. Mal que bien, todos los niños aprendían a leer y a escribir correctamente, e incluso a redactar frases coherentes con los puntos y comas en su sitio. Las imágenes no ocupaban tantas horas de nuestras vidas. Con suerte, íbamos al cine una vez por semana, y al lunes siguiente, en clase, explicábamos con entusiasmo la película a quienes no la habían visto. Era todavía la era de la palabra.

En la época actual, la palabra está muy devaluada. Ayer mismo, un amigo me recordaba los tiempos en que acudíamos a las citas con las chicas llevando un libro en la mano. Sólo con ese detalle, uno ganaba puntos. Si además dejabas caer que escribías poesías, el prestigio se multiplicaba. Pero las cosas fueron cambiando. Cierto día, mi amigo se dio cuenta de que, para ligar, declararse poeta era más bien contraproducente.

Con la decadencia de la palabra, el prestigio de los libros como vehículo de cultura fue también marchitándose. Todavía se oye, de vez en cuando, exaltar el valor de la lectura, como si los libros contuvieran algún elixir mágico que transformase el cerebro de sus lectores en pozos de ciencia infusa. Extinguida hace ya años la era de la palabra, únicamente ha quedado el mito.

La invención de la imprenta no relegó del todo al olvido la palabra hablada. Desde luego, tenía también sus inconvenientes. Las historias quedaban fijadas en un papel, y no se transmitían de boca en boca. No podían ya deformarse con el paso del tiempo, por fallos de la memoria o por interferencias de la fantasía de quienes las contaban. La imprenta asestó un golpe brutal a las leyendas, pero los libros seguían estando hechos de palabras. Muchos de ellos contenían también imágenes, pero sus lectores seguían leyendo, pensando y razonando en palabras.

Todo esto ha cambiado. Estamos en la era de la imagen, y desde hace ya dos generaciones cada vez más seres humanos piensan, básicamente, en imágenes. Cuando uno piensa en imágenes, los nombres de las cosas y la sintaxis pierden importancia. Una imagen evoca sensaciones, recuerdos o metáforas: nunca ideas. Quizá estamos volviendo a los primeros tiempos de la Humanidad, cuando el lenguaje, aún rudimentario, no era todavía un medio para comunicarse, sino simplemente una ayuda, y algunos se entretenían dibujando bisontes en las paredes como sus sucesores se entretienen hoy rascando signos inconexos en los vidrios de las ventanillas del metro.

Hace ya unos veinte años que las novelas de autores contemporáneos se me caen de las manos en la página 5. Existiendo antecedentes como Bocaccio, Flaubert, Conrad o Pío Baroja, hay que tener un cierto déficit de vergüenza para publicar según qué novelas. Pero todo esto no importa ya mucho. El libro es ahora un producto de consumo, uno más, y el nuevo lector de hoy no ha oído siquiera hablar de Bartleby o de Ana Ozores. De comprar algo, se compra el último libro de ese periodista o famoso que ha visto en la televisión o que le cuenta historias 'a la moda': los nuevos libros de caballerías.

Por eso no tiene ya mucho sentido decir simplemente que hay que leer libros. Hay libros provechosos y hay libros maravillosos, pero también hay libros basura, del mismo modo que hay hamburguesas basura o programas de televisión (aquí añadir 'basura' sería redundante). Y, de todos modos, qué sentido tiene cultivar la narración coherente cuando uno lo único que quiere es hablar de futbolistas o de videojuegos.

Otro mito que todavía se oye es aquello de que el nacionalismo se cura viajando. Hay una frase célebre que no sé quién pronunció, en respuesta a alguien que le había preguntado si tenía raíces. La respuesta fue algo así como "No. Yo no tengo raíces. Yo lo que tengo son piernas." Para caminar, se entiende.

El caso es que viajar en el siglo XXI no es lo mismo que viajar en tiempos pretéritos. El viaje del Beagle duró 18 meses, y Ulises tardó 10 años en regresar a Itaca. El mayor interés de "La vuelta al mundo en 80 días" radicaba en la dificultad de conseguir lo que el título proponía, y Álvar Núñez Cabeza de Vaca tardó 11 años, desde su naufragio frente a las costas de Florida, en encontrar nuevamente cristianos en lo que hoy es territorio mexicano.

Por eso, viajar era antiguamente una experiencia que cambiaba radicalmente la mentalidad del viajero. Los viajes por tierra eran a caballo o andando, y las distancias se median en leguas. Había posadas donde uno se encontraba con otros viajeros de lugares remotos, y en invierno el frío obligaba a juntarse en torno al fuego y conversar. Lo que le cambiaba a uno la vida no era tanto el conocer nuevas costumbres, sino el descubrir personajes singulares, con sus propias manías y mitos y noticias y experiencias originales. Excepto en el ejército, el concepto de 'standard' aplicado a los seres humanos carecía todavía de significado.

Hoy los aviones lo depositan a uno en Atenas en unas pocas horas, y ningún turista tiene intención de quedarse en el lugar más tiempo del suficiente para tomar unas fotos y ver el Partenón desde un autocar, explicado por un guía en su propio idioma. Las comidas, los bailes y los productos 'típicos' son en realidad estereotípicos, y poco tienen ya que ver con el original. Y en las calles principales de casi cualquier ciudad del mundo uno se encuentra ya con las mismas tiendas, marcas y modas que dejó atrás en su propia ciudad. ¿Qué interés puede tener hoy en día viajar? Y, sobre todo, ¿en qué puede ayudarnos a ese sano ejercicio mental de relativizar nuestras propias costumbres?

Leer, viajar. Atrás van quedando aquellos tiempos en que estas dos actividades enriquecían a los seres humanos. Ahora sólo el dinero proporciona riqueza.

Son otros tiempos, sí. Ahora somos pobres.
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sábado, 3 de enero de 2009

Lingüística para tontos VII - Mi primera estructura

(Comienzo)

En nuestro esfuerzo por explicar el lenguaje a los lingüistas tontos, hemos tenido que empezar la casa por el tejado. Parecería más sensato comenzar por los cimientos, pero la experiencia, esa despiadada consejera, me ha demostrado que no es un método particularmente eficaz. Los usuarios de un lenguaje, como los clientes de los bancos, manejan sus recursos con soltura, pero no tienen ni idea de qué cosa es exactamente eso que unos llaman dinero, y otros, significados. Tal vez ahora, que entendemos un poco mejor el lenguaje como vehículo de información, nos sea más fácil regresar a los cimientos y colocar los primeros pilares.

Ya habíamos visto en los primeros capítulos que las categorías, esas cajas de ladrillos que utilizamos para transmitir información, no son conceptos amorfos. Tienen estructura, y la diversidad de las estructuras que descubrimos en aquellos capítulos (sabores, colores, sucesos cronológicos, dibujos animados) nos suscita algunas preguntas:

¿Cuántas estructuras distintas utilizan nuestros lenguajes?
¿Es finito el número de estructuras que podemos llegar a utilizar?
¿Todos los lenguajes utilizan las mismas estructuras?

Es fácil sospechar que las respuestas a estas preguntas están determinadas en gran medida por nuestros sentidos. Al fin y al cabo, son nuestros sentidos los que nos dicen que el espacio tiene tres dimensiones, que los colores forman un continuum o que las notas musicales suenan una a continuación de otra. Sin embargo, un ciego de nacimiento puede aprender a desenvolverse sin problemas por el interior de un edificio. Es más, estableciendo previamente una correlación, por ejemplo con una gama de rugosidades, puede mantener con normalidad una conversación relacionada con colores. Por otra parte, un sordo de nacimiento puede entender perfectamente que un concierto es una sucesión de acontecimientos sonoros, del mismo modo que una exhibición de fuegos de artificio es una sucesión de acontecimientos cromáticos.

Parece, pues, que las estructuras que asociamos a nuestros sentidos dimanan de una realidad más abstracta todavía: ¿acaso, como estamos empezando a sospechar, las configuraciones topológicas? Sería una buena noticia. Si los conceptos con que nos expresamos están asentados en realidades absolutas, entonces seremos capaces de sistematizarlos, estudiarlos y compararlos aplicando criterios objetivos. Se acabarán para siempre las teorías, las interpretaciones y los gurús. Sólo habrá una lingüística, y esa lingüística tendrá, inevitablemente, un componente experimental. En otras palabras: la lingüística será, por fin, una ciencia.

Quizá la estructura semántica que a todos nos resulta más familiar es la que asociamos al tiempo. Esto no quiere decir que sea la estructura más simple pero, una vez más, quizá sea más conveniente empezar por lo más complicado. En nuestra mente, el tiempo se compone de dos elementos complementarios: los instantes, y los lapsos. Entre cada dos instantes, nosotros suponemos la existencia de un lapso. Así es como lo concebimos, aunque en la realidad tal vez las cosas no sean exactamente así. Zenón de Elea expuso varias paradojas derivadas de esta forma de entender el tiempo, y en la física contemporánea empieza a argüirse la necesidad de redefinir este concepto de manera que las leyes físicas macroscópicas y las microscópicas sean compatibles.

Una de las aporías de Zenón reflexiona sobre el movimiento de una flecha. Si en un instante cualquiera nuestra flecha está quieta, entonces estará también quieta en todos los demás instantes… y, por lo tanto, es imposible que se mueva. Pero, si preferimos pensar que está en movimiento, ¿dónde está exactamente la flecha en ese instante? Desde nuestro punto de vista lo importante no es la paradoja, sino el hecho de que, para enunciarla, Zenón utilizó los dos elementos básicos de la estructura del tiempo: los instantes, y los lapsos. Si denotamos los instantes mediante el símbolo i y los lapsos mediante el símbolo e, una serie cualquiera de instantes adoptaría la forma:
… e i e i e i e i e i e …
Es importante que no confundamos los conceptos de categoría y de estructura. Cuando decimos que tomaremos el tren de las 09.10 para viajar a Lisboa, una posible categoría que estamos utilizando es el horario de los trenes que parten hacia Lisboa:

L = {06.03, 07.30, 08.45, 09.10, 10.35, …}

En ningún sitio está escrito que esta lista de números deba tener una estructura. Si la enunciáramos tal cual, sin especificar de qué estamos hablando, alguien podría suponer que es una lista de pesos, de ángulos, de coordenadas o, simplemente, una acumulación caprichosa de cifras. Para indicar que entre cada dos de esos números hay un lapso y que cada lapso sólo puede estar relacionado con dos de esos números, tendremos que asegurarnos de que nuestro interlocutor asocia específicamente estas propiedades a la categoría L. Por lo general, no tendremos que hacer demasiados esfuerzos. Aparentemente, las palabras 'tren' y 'viajar' contienen ya información suficiente para ello.

Hasta ahora hemos hablado de series de instantes, pero todavía no hemos definido la estructura propiamente dicha de la categoría 'Tiempo'. No es tan fácil como parece. Para definir la estructura de un cuadrado nos bastaría, por ejemplo, la representación
i e i
e e
i e i
donde los símbolos i representan los vértices, y los símbolos e, los lados. Esta representación es finita, y contiene toda la información necesaria para construir un cuadrado. Pero el número de horas de salida de trenes que puede contener la categoría Tiempo es ilimitado, de modo que no nos bastará con representar el elemento básico de su estructura, i e i. Necesitaremos además una regla que nos indique lo que sucederá cuando incorporemos un nuevo ejemplar a nuestra categoría. Esta regla la escribiremos así:
e -> e i e
Con esta expresión queremos indicar que un nuevo instante (por ejemplo, un nuevo tren a Lisboa que salga a las 07.55) sólo puede entrar a formar parte de nuestra lista de instantes insertándose en mitad de un lapso y 'partiéndolo' en otros dos. En resumidas cuentas, podemos definir ya nuestra primera estructura asociada a una categoría, como sigue:

i e i
e -> e i e

A esta estructura la llamaremos S1, o 'estructura lineal'. Así pues, en el sistema de notación que estamos definiendo, la categoría 'tiempo' se escribirá a partir de ahora en la forma:
T(i)S1
Así, los horarios de trenes en dirección a Lisboa (una subcategoría de T) estarían representados en la forma L(i)S1, es decir:
{06.03, 07.30, 08.45, 09.10, 10.35}(i)S1
que es una notación abreviada para representar:
06.03 e 07.30 e 08.45 e 09.10 e 10.35
En el siguiente capítulo, retrocederemos nuevamente un paso y regresaremos otra vez a los cimientos. Supongo que ya os lo esperábais.

(Continuación)

 
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