domingo, 31 de agosto de 2008

A vueltas con la cultura

Yo quería escribir hoy algo sobre el amor, pero justo antes de ponerme manos a la obra acabo de leer la última anotación del blog de mi -quiéralo él o no- apreciado amigo Ernesto, y me ha estimulado a poner mi granito de arena.

El artículo de Ernesto es muy interesante. Lo que más me ha gustado ha sido esa clasificación suya entre el 'saber qué' y el 'saber cómo' para dilucidar el concepto de cultura. Para mi sorpresa, la RAE da dos definiciones de la palabra que me parecen bastante buenas:

2. f. Conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico.
3. f. Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.

Me parece claro que la acepción 2 responde al 'qué', mientras que la 3 refleja bastante bien el 'cómo'. Pero la definición que más me gusta es, en realidad, la primera:

1. f. cultivo

El significado de la palabra 'cultura' fue el tema de la primera conferencia pública que pronuncié, con ocasión de una entrega de premios. En aquellos años lejanos de la Transición yo había decidido inscribirme en la Asociación de Vecinos de mi barrio, en la sección de Cultura, que, según me habían dicho, estaba por aquel entonces gestionada por los anarquistas. Cultura sin mediatizar, sin obediencias políticas ni ánimo de lucro: aquello era lo que yo estaba buscando.

Precisamente el día en que me fui a inscribir había una asamblea general de la Asociación. Me invitaron a asistir, y yo acepté. En el preciso momento en que me incorporé a la asamblea, un representante de la sección de Cultura anunciaba que los anarquistas se marchaban en bloque de la Asociación. La sección de Cultura se quedaba, por consiguiente, desatendida. Desalentado en un principio por la estampida, que me había dejado solo, en seguida comprendí que aquella situación era en realidad una bicoca, y me puse yo solo a reorganizar la sección, prácticamente desde cero.

Se me ocurrió convocar un concurso de cuentos en el barrio, me puse a reorganizar la pequeña biblioteca, y añadí una sección cultural a la revista de la Asociación. Poco a poco, los cuentos de los concursantes fueron llegando, otras personas empezaron a colaborar en la sección, y finalmente una tarde, en el auditorio de una parroquia de la calle Alvarado, escenificamos solemnemente la entrega de los premios.

Fue un desastre. La idea era hacer una breve presentación (de lo cual se ocupó uno de los cabecillas de la Asociación, para capitalizar políticamente el acto), seguida de la entrega de premios (un modesto lote de libros). A continuación, yo pronunciaría una breve charla sobre la cultura popular.

Me había preparado muy bien el esquema de mi charla. Tan bien me lo había preparado, que era complicadísimo de exponer. Eran los tiempos en que yo leía a Marcuse, a Proudhon y a los estructuralistas franceses, y con esos y otros ingredientes similares lo único que se podía fabricar era una empanada. Mental, quiero decir. Que fue lo que me salió.

Apenas concluyó, pues, la entrega de los premios, yo me senté a una mesa sobre el escenario, bajo los focos, y eché un vistazo rápido a mis notas. Estaba nervioso. Debajo de mí oí un bullicio. Entregados ya los premios, que era de lo que se trataba, mucha gente abandonaba la sala. Entre tanto yo, que había decidido desarrollar mi tema de lo general a lo particular, empecé explicando, desde mi punto de vista, el significado de la palabra 'cultura'. Me lié. Allá abajo, las deserciones aumentaban. Antes de que comenzase siquiera a hablar de la cultura popular, mi público se reducía ya únicamente a unas diez o doce personas.

Cuanto más alarmante era la situación, más nervioso me ponía. Uno de mis compañeros me hizo señas de abreviar. Tenía razón. Había que abreviar... Pero ¿cómo?, me preguntaba yo mirando aquel folio mío garrapateado de complejas notas esquemáticas. Me enzarcé tanto en el tema que no me di cuenta de que en el patio de butacas se había formado un revuelo. Por fin, viendo que nadie me hacía caso, depuse mi charla y me acerqué a ver qué pasaba. Una de mis oyentes acababa de sufrir un ataque epiléptico.

Muchas veces he bromeado sobre aquella primera conferencia mía cuyo único efecto reseñable fue provocar un ataque de epilepsia, y me ha llevado muchos años, mucha experiencia y muchas horas de reflexión aprender a depurar mis ideas para hacerlas inteligibles. Principalmente, ante mí mismo, que es por donde un espíritu caótico como el mío siempre tiene que empezar.

La cultura ha sido mi pasión desde niño. Pero, con los años, llegué a la conclusión de que una cosa era la cultura y otra la erudición. Que no siempre son hermanas. Admiro a los eruditos, más que nada por la pasión que los empuja a conocer ese qué del que habla Ernesto, pero ahora creo que la cultura es otra cosa.

Para mí, cultura es cultivar. Los artistas, los científicos o los fabricantes de cestos de enea cultivan su disciplina de manera no muy distinta a como un jardinero cultiva una flor: siembran, riegan, roturan, podan o fertilizan hasta conseguir una complejidad útil, reveladora o, simplemente, hermosa. Los que disfrutamos de sus creaciones, en cambio, analizamos, comparamos, reflexionamos, descubrimos... y, si insistimos lo suficiente y somos honestos, llegamos más allá.

No he dicho esto con petulancia elitista, sino con vehemencia de explorador. Porque lo que para mí tiene de fascinante la cultura es su virtud de abrir caminos y puertas, de conectar territorios dispares, de establecer cortocircuitos. Cultura es cultivar. O para hacer realidad un hermoso jardín donde antes sólo había malas hierbas, o para descubrir paisajes ocultos donde antes sólo había ideas o sensaciones superficiales.

Por eso me ha gustado -sin que sirva de precedente- la segunda definición del DRAE: "Conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico". La cultura es una riqueza hecha de monedas infinitamente diferentes. Cultura es ver más lejos, entrever caminos nuevos, percibir matices más sutiles.

Cultura es ir más allá.

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jueves, 21 de agosto de 2008

Lingüística para tontos V - Especificación y predicación

(Comienzo)

Nos encontramos de visita en Roma. Ante nosotros se alza, majestuoso, el Coliseo, a cuyo alrededor un atasco infernal ha paralizado completamente el tráfico. Unas obras en el Metro, coincidendo con una visita del Papa y con una huelga salvaje de gasolineras, mantienen a todos aquellos automóviles detenidos sobre el asfalto.

En una situación así, referirse a un automóvil en concreto es relativamente fácil. Por ejemplo, tomando una fotografía del atasco y señalando sobre ella, con la punta de un lapicero, el automóvil al que queremos referirnos. Esta forma tan simple de comunicarse es independiente del lenguaje: probablemente cualquier ser humano podría entenderla. Sin embargo, aunque no seamos conscientes de ello, está basada en una premisa importante: que la punta de un lapicero -es decir, un punto- nos sirve para designar un objeto de dos o tres dimensiones.
Esta consideración no es estúpida si pensamos, por ejemplo, en la dificultad de designar con un simple punto la Corriente del Golfo sobre un mapa del Océano Atlántico, o un yacimiento subterráneo sobre una fotografía aérea del Sahara. Para que el objeto designado sea identificable, tenemos que tener una idea previa de la estructura del paisaje. Es decir, de su topología.
Pero imaginemos que no disponemos de un lapicero. Como -topológicamente hablando- un conjunto de automóviles es lo mismo que un conjunto de puntos que no se tocan, podríamos designar cualquiera de aquellos automóviles que vemos junto al Coliseo asociándolo al lugar que está ocupando. Al fin y al cabo, todos estamos de acuerdo en que dos objetos diferentes nunca pueden ocupar un mismo lugar. Lamentablemente, necesitaríamos tener un nombre para cada uno de esos lugares, y nuestra memoria no nos permite tal dispendio. Los 'lugares' que podemos identificar sobre una superficie pueden llegar a ser infinitos, y la longitud de las palabras que necesitaríamos para designarlos terminaría siendo ilimitada. Nuestra memoria, sin embargo, no da para tanto. Tendremos que ingeniárnoslas de otra manera.
Las placas de matrícula serían una solución excelente. Dado que todos los automóviles llevan una única placa diferente de todas las demás, podríamos guardarnos el lapicero en el bolsillo y decir, simplemente: "automóvil MXD-5578FGH". Al hacerlo, estaríamos utilizando una categoría mucho más potente, que nos permitiría identificar sin ambigüedades todos los automóviles del planeta:
automóvil: {…, ZD-45650FF2, MXD-5578FGH, LLX-44612RQW, …}
Sin embargo, también en esto tenemos mala suerte. Son pocos los automóviles de nuestro atasco cuya placa de matrícula acertamos a ver. Lo más aproximado que se nos ocurre al número de matrícula es el modelo de cada automóvil, pero… ¿y si nos encontramos con más de un automóvil de un mismo modelo? En otras palabras, nuestro sistema de designación sería, no completamente, pero sí un tanto ambiguo. ¿Es un fracaso, entonces, esta idea? No del todo, porque con la única palabra que teníamos hasta ahora, automóvil, la ambigüedad era total. Animados por este avance, vamos añadiendo cualidades: azul, abollado, polvoriento, ruidoso… hasta lograr que no haya dudas sobre el objeto específico al que nos estamos refiriendo. Este método, desde luego, no será sistemático, pero nos permite salirnos con la nuestra. Podríamos simbolizar el proceso así:
C + I' + I'' + I''' (1)
donde C es la categoría inicial (automóvil) y los símbolos I', I'', I''' (azul, abollado, polvoriento) son cualidades de C, es decir, ejemplares de otras categorías C', C'', C''' que, paso a paso, nos ayudan a desambiguar C.
Podríamos incluso ir más allá. Identificando un automóvil específico en las proximidades del Coliseo no hemos aportado realmente ninguna información, ya que nuestro interlocutor estaba contemplando la misma escena que nosotros. Quizá él o ella no tenía tampoco un nombre específico para ese objeto que nosotros hemos señalado, pero, igual que nosotros, sabía que estaba allí. Tal vez si cambiamos de perspectiva podremos descubrir cosas que nuestro interlocutor no conoce.
Nos decidimos, pues, a cruzar la calle. Desde la acera opuesta el atasco es igualmente infernal, pero uno de los automóviles, a cuyo volante hay un italiano impaciente, tiene una abolladura en la portezuela opuesta. Nuestro interlocutor, que no ha cruzado la calle con nosotros, no puede verla. De modo que hinchamos los pulmones para que nos oiga y le gritamos: "automóvil azul ruidoso: abollado". Esto es lo que los lingüistas llamarían una 'predicación': hemos aportado información. Si escribimos en forma simbólica el proceso:
C + I' + I'' : I''' (2)
observamos que es muy similar al proceso de desambiguación (1). Solamente hemos cambiado uno de los símbolos (+) por otro (:). Atendiendo a la función que les hemos asignado, podemos, pues, convenir en que estos dos símbolos representan los procesos de desambiguación (+) y predicación (:).

Por si este sistema de comunicación nos parece aún lejos de la complejidad del lenguaje humano, consideremos que podemos aplicar la fórmula (1) cuantas veces queramos dentro de una misma expresión. Sustituyendo, por ejemplo, la palabra 'azul' obtendríamos:

automóvil (color de cielo) ruidoso: abollado

En forma simbólica,

… + I + … = … + (C' + I'') + …

Esta posibilidad, que los lingüistas llaman recursividad, nos ayuda a referirnos a un objeto muy rápidamente (es decir, en muy pocas etapas), incluso ante situaciones reales que para el robot más sofisticado serían inmanejables.

Las fórmulas (1) y (2) responden perfectamente a la definición general de proceso de información, que hemos ilustrado cuando hablábamos de hormiguitas: esencialmente, poner un ladrillo (: I) a continuación de otros (… I + I' + I'') que ya habían sido puestos en etapas precedentes.

Para llegar a las fórmulas (1) y (2), lo único que hemos hecho ha sido representar conceptos muy básicos de sintaxis en forma simplificada. ¿Podríamos llegar, siguiendo este camino, a representar fielmente cualquier sintaxis utilizada por un ser humano? La respuesta a esa pregunta pasa, naturalmente, por la experimentación, a la que muy pocos lingüistas se dignan descender desde su olimpo dorado.
Sin embargo, hay algo que no hemos aclarado todavía suficientemente: ¿qué significado tienen esos dos símbolos (+, :) que usamos para conectar a cada automóvil con sus cualidades?
Pues lo siento, pero esta explicación va a quedar pendiente para un próximo episodio.

jueves, 14 de agosto de 2008

Penumbras

Es decir, fronteras borrosas. Que no tienen por qué ser más rechazables que las fronteras nítidas. ¿A quién no le ha parecido absurdo alguna vez tener que detenerse ante un semáforo en rojo que, en ese punto y hora, era evidentemente innecesario?

Incluso fronteras tajantes como esta han de desdibujarse a veces ante prioridades más perentorias: en ciudades con alto nivel de delincuencia, los semáforos se vuelven neutros a partir de cierta hora de la noche, para evitar peligros propios de las junglas de asfalto.

Curiosamente, a nadie se le ha ocurrido todavía ordenar que los semáforos estén siempre en rojo, para evitar totalmente los accidentes. Los semáforos son de cumplimiento obligatorio, pero expresan una convención social fundamentada, en gran medida, en razones prácticas: si no nos ponemos de acuerdo en quién pasará primero, o en si conducimos (todos) por la derecha o por la izquierda, el transporte será un caos. ¿Tienen, pues, ideología los semáforos? Yo diría que no.

Para que todos las cumplan, las convenciones se constituyen en leyes. Una ley es ya un paso más allá de la mera convención, porque implica la existencia de policías que la hagan cumplir y de jueces que penalicen su incumplimiento. Las convenciones están basadas en acuerdos libres entre personas libres de avenirse o no. Las leyes están basadas en la realidad de que muchas personas pueden más que una persona.

Es una vieja fórmula: el interés de la mayoría siempre prevalece. Claro, que habría que definir claramente qué se entiende por mayoría y hasta qué punto la imposición de sus intereses es tolerable para los individuos que no los comparten. La democracia, en el primer caso, y los derechos humanos en el segundo son aproximaciones más o menos tolerables a la solución de un problema que, probablemente, no tiene solución: la naturaleza del ser humano.

Otras veces, sin embargo, la realidad es que unas pocas personas pueden más que todas las demás juntas. Es el caso de las dictaduras. Una dictadura puede reflejar en mayor o menor medida los intereses de la sociedad, pero generalmente refleja la propia ideología de los dictadores. Hace muchos años recuerdo haber visto, junto al palacio presidencial del dictador Duvalier, en Puerto Príncipe, un enorme cartel que declaraba que la democracia y la libertad eran el bien más sacrosanto de los pueblos y el fundamento irrenunciable del Gobierno de Haití. Cuentan que, en aquella misma mansión, Duvalier tenía el comedor decorado con las cabezas de sus enemigos (que eran casi todos de su propia familia), y a pocos metros de aquel palacio despampanante me encontré con un barrio de chabolas inmundas a cuyos habitantes, según comprobé, se les respetaba en aquel momento el derecho de respirar.

En realidad, la historia de las sociedades está directamente determinada por la capacidad de convicción de sus gobernantes. Sean o no dictaduras, las sociedades cuyos líderes no convencen son inestables, y por eso los gobernantes, al igual que las empresas, utilizan tan a menudo un recurso propio, equivalente a la publicidad: la ideología.

La ideología es una maravilla: cohesiona a las masas, refuerza las estructuras de poder, y simplifica muchísimo los razonamientos: el mundo se divide en buenos y malos. Y nosotros somos los buenos. Punto. Alguien podría pensar que estoy describiendo no las ideologías, sino las religiones. Cierto. Pero si las llamasen religión perderían adeptos y, en el mundo moderno, para hacer publicidad hay que saber guardar las formas.

Lo cual nos lleva a una conclusión no tan inesperada: el mundo no está en manos de los políticos, sino de los medios de comunicación. Porque, para poder convencer, los políticos necesitan de los mass media, esos profetas del mundo moderno que difunden entre los mortales la Verdad y la Palabra.

Sólo que, con el paso del tiempo, los profetas se han modernizado. Y es que por fin han comprendido que una Imagen vale más que mil Palabras.

jueves, 7 de agosto de 2008

Galaxy Zoo

Este es el nombre de un sitio web que he encontrado, en el que se puede colaborar clasificando galaxias. Fijáos en esta maravilla que acabo de encontrar:




Hermosa, ¿no? El caso es que hay ya millones de galaxias fotografiadas, muchas más de las que un solo puñado de investigadores podrá clasificar a lo largo de toda su vida, incluso dedicándose a ello a tiempo completo. Por eso estos astrónomos han pedido la ayuda de voluntarios de todo el mundo. Si alguno de vosotros tiene ganas de ayudar, os aseguro que no es difícil. Basta con un pequeño entrenamiento para acceder a la primera fase del proceso.

Hay dos tipos básicos de galaxias; elípticas, y en espiral. No siempre es fácil reconocer si estamos ante uno u otro tipo. Las imágenes que nos muestran rara vez son tan nítidas como en este ejemplo, y a menudo nos encontraremos con galaxias fotografiadas 'de canto'. Pero lo más interesante es cuando nos encontramos con dos galaxias en proceso de fusión (¿o debería decir 'colisión'?). Muchos astrónomos creen que las galaxias en espiral podrían tener su origen en la fusión de dos galaxias, elípticas o no. Pero ningún científico dispone de unos cuantos millones de años para contemplar ese proceso de principio a fin, por lo que tendremos que recurrir a un truco: 'sorprenderemos' a muchas galaxias en distintas fases de ese proceso y, fotograma a fotograma, construiremos una película.

Además, es también importante comprobar si se cumple o no un supuesto básico de la astrofísica: el Universo no tiene preferencias. Si algún día alguien averigua que hay más galaxias que giran a izquierdas que galaxias que giran a derechas, entonces llamad a Houston, porque tenemos un problema.

En realidad, el problema lo tenemos ya de todos modos, porque allá por los años 50 varios físicos descubrieron un fenómeno inquietante: en las interacciones débiles, la paridad no se conserva. En otras palabras, las leyes de nuestro Universo no son exactamente simétricas (a menos que exista una mitad simétrica de este Universo que nosotros nunca hemos visto). Pero hoy es ya muy tarde y me tengo que ir a la cama. Otro día explicaré algo sobre este importante descubrimiento.

 
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